Hemos vivido estos días el debate Halloween sí/Halloween no, cita obligada de los últimos años. A mí, personalmente, lo de la Halloween me parece una chorrada en todos los sentidos, pero confieso que también me lo parece el Carnaval, las hogueras en la playa por Sant Joan, el Muc y todas esas manifestaciones gregarias y borreguiles, tan propias del mundo globalizado.
No obstante, creo que los argumentos de los detractores son, en general, pueriles. Que si se trata de una fiesta propia de otros lares, que si la nuestra es una cultura de vida y no de muerte, etc.
Veamos. Sobre lo primero, habrá que decir que en Mallorca somos especialistas en asimilar, pues los isleños tragamos con todo, venga de donde venga. Y la cosa no es de ahora, precisamente.
Cuando yo era muchacho, en las casas mallorquinas jamás celebrábamos la Nochebuena como se hace hoy, a imagen y semejanza de las costumbres de otros lugares de España. La celebración consistía en asistir a la misa del gallo y tomarse después un chocolate con ensaimadas. A lo sumo, los que tenían edad para ello salían con los amigos.
Poco a poco, sin embargo, empezó a diluirse la tradición, quizás bajo el influjo de la arribada a Mallorca de miles de trabajadores de la Península, de manera que metimos con calzador una cena opípara -marisco y demás- el 24 de diciembre, aunque sin renunciar, claro está, a nuestra principal celebración navideña, que tiene lugar a partir del día siguiente, en las comidas de Nadal y Segona Festa; en dos fases, para colmar las necesidades familiares por consanguinidad y afinidad.
Por supuesto, el 24 de diciembre no se hacía entrega de ningún regalo a nadie, y los niños -con excepción del aguinaldo navideño- habían de esperar pacientemente al día previo al fin de las vacaciones para abrir lo que les habían dejado los Reyes Magos, a quienes había que escribir previamente una carta con examen de conciencia incluido. Por cierto, jamás vi a ningún adulto recibir regalo alguno.
Algunos años después comenzamos a incorporar un árbol con bolas de vidrio dorado y espumillón a la decoración navideña, complementando el Belén, que ese sí que era divertido de montar.
Eso fue así hasta que por decreto ley decidimos que resultaba mucho más lógico no esperar al 6 de enero para disfrutar de los regalos, aunque manteniendo la tradición en las casas de los abuelos, de manera que a las nuestras llegaba también el gordinflón vestido de rojo, además de SS.MM. Incluso llegamos a incorporar un 'cagatió' catalán en casa de mis hermanas para repartir chucherías a los más pequeños.
Hoy, nos quejamos de que haya llegado aquí una celebración absolutamente desligada de nuestra cultura -al menos, aparentemente- con ocasión del Día de Difuntos, y que hayamos aparcado -temo que para siempre- el ir a casa de los padrinos a 'besarles la mano' -que ese era el ritual tradicional- para recibir a cambio el rosario de fruta escarchada y dulces. Probablemente en este caso, más que la incorporación de las costumbres gringas, lo que lamentamos los que peinamos canas sea la sustitución, porque supone robarnos la memoria e impedirnos ver en nuestros hijos y nietos aquello que vivimos a su edad.
En el fondo, la asimilación forma parte de nuestra tradición cultural al menos desde que en 354 el papa Liberio tuvo la feliz ocurrencia de hacer coincidir la Navidad con la fiesta romana del Sol Invictus, es decir, con la ancestral celebración del solsticio de invierno y el principio del fin de la oscuridad.
Tampoco podemos ignorar que los propios romanos habían asimilado antes como gloriosa efemérides el nacimiento de un niño judío en una aldea de sus dominios imperiales.
Así que la pérdida de identidad que conlleva toda asimilación es parte del devenir histórico de nuestro ámbito cultural. Nada hay de nuevo, pues, en el fenómeno de Halloween, salvo quizás, eso sí, la salvaje mercantilización que la acompaña.