No sé, a ciencia cierta, si el título de este artículo responde plenamente a la realidad, pero me inclino a pensar que, en buena medida, sí lo hace. Tengo la sensación de que la reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos se está traduciendo, con frecuencia, en una reducción del valor atribuido a la vida en pareja. Este fenómeno —más evidente cuanto más jóvenes son los afectados— no tiene por qué ser necesariamente negativo, aunque probablemente constituye uno de los factores que ayudan a explicar la extensión y persistencia del invierno demográfico en el que estamos instalados.
Para las generaciones anteriores, tener pareja y formar una familia significaba, para los varones, alcanzar una estabilidad emocional íntimamente ligada a la realización del proyecto vital más importante que se podía concebir. Por supuesto, no siempre era así, y la experiencia variaba de unas personas a otras. Sin embargo, lo cierto es que las películas de antaño solían terminar cuando el galán besaba a la princesa; que las madres celebraban que sus hijos encontrasen a una “buena chica”; y que el matrimonio gozaba de un estatus equivalente al de la plena madurez adulta. El modelo de referencia era, casi sin excepción, el del diligente padre de familia.
Con mi generación ese mundo comenzó a cambiar. La autonomía económica y material pasó a convertirse en la meta más deseada; las demás aspiraciones quedaron en un segundo plano. Así, a lo largo de mis 63 años de vida he podido observar cómo, poco a poco, para muchos hombres el ideal de la vida en pareja se iba desdibujando hasta desembocar en la situación actual.
Los conflictos domésticos, ciertamente, han existido siempre. Las discusiones, el mal sexo y las desavenencias de pareja también. La diferencia es que antes se tendían a edulcorar o a relegar a un segundo o tercer plano, mientras que hoy ocupan un lugar central en todo tipo de conversaciones y foros sociales. Es como si la sociedad hubiese decidido que a las nuevas generaciones hay que hacerles percibir más costes que beneficios en la formación de parejas y familias. El clima social, en buena medida, ha dejado de ser propicio para esos proyectos.
A lo anterior se ha sumado, más recientemente, la narrativa del feminismo político de género, que presenta a los varones como abusadores o explotadores estructurales y a las mujeres como víctimas incuestionables, necesitadas de protección estatal permanente. Este enfoque, repetido de forma constante —y sin posibilidad de introducir matices—, contribuye a ahondar la distancia entre ambos sexos. Las leyes asimétricas, elaboradas bajo estas premisas, convierten esa distancia en un abismo silencioso con notable frecuencia. En este contexto, la soltería avanza hacia la consideración de “oasis vital".
Es indudable que aceptar cualquier plan de vida libremente elegido debe considerarse un avance social. No obstante, todo parece indicar que el péndulo se encuentra en uno de los puntos más alejados de su centro de gravedad. Resulta, por ello, razonable pensar que muchas de las nuevas solterías no responden tanto a una vocación personal como a una retirada preventiva. De hecho, no es infrecuente oír cómo algunas mujeres constatan que han dejado de ser buscadas. La inercia secular hacia la vida compartida mediante vínculos sexuales y afectivos se está frenando.
No se trata de misoginia, sino de un cálculo social y utilitarista. Siempre resulta más sencillo alinearse con los ideales y los imaginarios colectivos que enfrentarse a ellos, aunque sea para seguir una senda más acorde con las propias inclinaciones. La pasión y la atracción entre los sexos constituye uno de los impulsos más básicos y prístinos de la naturaleza humana, pero desde el inicio de los tiempos ha estado sometido a las normas y expectativas sociales de cada época. Hoy, esas normas son las que son, y sus consecuencias empiezan a hacerse nítidamente visibles.
Lógicamente, también podría escribirse un artículo similar a este —con algunos matices diferenciales— bajo el título “Cada vez más mujeres eligen la soltería”. Desde luego, para formar una pareja hacen falta dos. Pero aquí he querido fijarme en el comportamiento tendencial de los hombres. Lo vengo observando desde hace tiempo: ellos son, al mismo tiempo, los señalados con el dedo acusador y los conminados a transitar hacia las llamadas nuevas masculinidades.
En este contexto, me inclino a pensar que el incremento de la soltería masculina no debe interpretarse como un capricho ni como una moda pasajera. Es, más bien, una respuesta racional a un entorno de creciente desconfianza institucionalizada hacia la cooperación más íntima, intensa, profunda y fértil que puede darse entre seres humanos. Desincentivar el vínculo más elemental tiene inevitablemente consecuencias. Mientras, el péndulo se continúa moviendo.




