Una treintena de chinos han aparcado en la finca ubicada enfrente de mi casa. El chino, en solitario, se muestra apacible y sosegado, con un cierto aire de desorientación en su rostro; en pandilla, en cambio, deviene chillón y desmesurado, con vientos desacomplejados que rozan la histeria, colectiva, claro.
El otro día, por la noche, cenaron toda la tropa en su terraza. Había chinos masculinos y chinas femeninas. Estas últimas no pueden evitar un timbre de voz de un agudo que tumba al resto de los mortales. El volumen de su voz, además, barre todas las medidas acústicas habidas y por haber. La gama más alta de decibelios que la oreja occidental puede llegar a captar queda hecha pedazos ante tamaño vocerío.
Observándoles – y naturalmente escuchándoles- llegué a la conclusión de que el motivo de tal griterío era el hecho de no entenderse entre ellos. El idioma chino, ya se sabe, es sumamente complicado y mi impresión es que ni ellos lo comprenden. Por si fuera poco, una lengua creada a base de ideogramas (dibujitos, vamos) debe ser imposible de materializar; por eso, seguramente, gesticulan de manera ostensible y sin tregua.
Hace unos años, tuve la inmensa oportunidad de ser testigo de primera mano de una pelea de chinos en una calle de Shangai. En la primera etapa, dos de ellos se increpaban de palabra; al cabo de un rato, sus gestos se volvieron más expresivos, al tiempo que otros conciudadanos rodeaban a los protagonistas; en los minutos posteriores, la concurrencia se transformó en multitud y entonces pasaron a las manos, no solo para seguir gesticulando sino para cascarse unas leches que daba gusto. Se zurraron todos contra todos. Espectacular. Pero lo que más me sorprendió es que mientras se atizaban con brío y energías renovadas y sostenibles, chillaban como cerdos (con perdón) allá por San Martín.
A un par de chinos (más todavía a un par de millones) se les oye desde unas decenas de quilómetros. Primero, uno piensa que se trata de sordos –o discapacitados auditivos, políticamente más correcto, supongo- pero no, la verdad es que al no entenderse en su lengua, miden sus vocablos en base al volumen.
Me pregunto si la treintena de orientales que padezco desde mi terraza se marcharán pronto; o bien si me tendré que comprar unos tapones para mis oídos.
De acero, los tapones.