Está amaneciendo. En una Quinta Avenida de Nueva York completamente desierta, un vehículo circula en solitario. La luz en ese instante es crepuscular y bellísima, profundamente melancólica. El citado vehículo, un taxi, se detiene ante la joyería Tiffany, y de él desciende Holly (Audrey Hepburn), que se dirige a contemplar los escaparates, mientras saca un café y un cruasán de una pequeña bolsa. Así empieza la película «Desayuno con diamantes», dirigida en 1961 por el gran Blake Edwards, quien con este filme rodó muy posiblemente una de sus mejores obras.
A partir de esa mítica secuencia inicial, los espectadores nos iremos sumergiendo poco a poco en la agridulce vida de Holly y también en la compleja historia de amor que irá naciendo entre ella y Paul (George Peppard), dos seres con un gran miedo a amar y a ser amados, cuya historia será seguida y contemplada por un testigo de excepción, el silencioso y ronroneante gato sin nombre de Holly.
Si alguna vez nos preguntasen a cada uno de nosotros por qué nos gusta el cine o por qué vemos películas, seguramente las respuestas serían muy variadas, pero creo que la mayoría diríamos que vamos al cine para emocionarnos, para divertirnos, para soñar en una vida diferente o para poder identificarnos con los protagonistas de aquellas historias que podemos llegar a sentir como realmente muy próximas. Esto último pienso que ocurriría en el caso de filmes como «Desayuno con diamantes», que cuenta además con una preciosa joya añadida, la banda sonora del maestro Henry Mancini, que incluye su maravillosa canción «Moon river».
El momento de mayor identificación de los espectadores con los dos protagonistas del filme se encuentra seguramente casi al final de esta muy notable película. En la última secuencia, en la que la relación entre Holly y Paul parece casi a punto de romperse, Holly decide abandonar a su pequeño gato sin nombre en la calle, en un día especialmente desapacible y lluvioso. Paul sale entonces del taxi en el que viajaban ambos para intentar encontrarlo y Holly —arrepentida— lo hace unos pocos segundos después. Será en ese preciso instante cuando, por vez primera, seremos conscientes de que en el fondo los dos quieren seguir juntos, pese a sus cicatrices emocionales, sus miedos y sus temores.
Holly encontrará a su querida mascota en un callejón, la recogerá y la protegerá de la lluvia, mientras abraza y besa luego a Paul. En cierto modo, al rescatar y salvar a ese pequeño gato sin nombre, Holly y Paul estaban rescatando y salvando también, quizás sin saberlo, sus propias vidas, y, de alguna forma, estaban salvando a lo mejor también las nuestras.