"El carlismo se cura leyendo y el nacionalismo, viajando."
No lo digo yo, lo dijo Pío Baroja.
Esta frase es repetida a menudo por quien quiere dárselas de viajado.
El concepto ‘nacionalismo’ ha sido definido de múltiples maneras por politólogos y juristas, en la mayoría de casos con fuerte influencia axiológica. Sin embargo, y para evitar equívocos, basaré mis palabras en la definición de la Real Academia de la Lengua Española que lo define en su segunda acepción como la “ideología que atribuye entidad propia y diferenciada a un territorio y a sus ciudadanos, y en la que se fundan aspiraciones políticas muy diversas”. Y si bien la afirmación de Baroja -a la que se unieron otros literatos como Miguel de Unamuno y Camilo José Cela-, puede predicarse de la parte dinámica de esta definición (las aspiraciones políticas), creo que de en lo que se refiere a la parte estática se produce precisamente el efecto contrario.
Atribuir una “entidad propia y diferenciada” es poner en valor aquellos elementos distintivos que confieren a un determinado pueblo unas características que lo identifican. Dentro de estas características se enmarcan cuestiones culturales como por ejemplo la música, la gastronomía, la danza, la lengua, las celebraciones, el modo de vida y, claro está, la idiosincrasia. El “ja te diré coses” mallorquín es un paradigma de ello.
Para el viajero curioso -no para el que se pasa una semana entera sobre la arena de la Playa de Palma- la mayor parte de la virtud está en conocer la etnografía de los lugares que visita. Pero para que ello sea posible, es necesario que en estos lugares alguien con amor por la tierra se haya encargado de preservar y compartir todos esos elementos. Hablo de intercambio frente a substitución. Preservar la identidad es compatible con evolucionar.
Se llamen regionalistas, secesionistas o patriotas, si no hubiera este tipo de ‘enfermos’ que luchan para evitar que la globalización se coma sus signos de identidad, viajaríamos para ver tan solo paisaje, porque, en lo que se refiere a canciones, cocina, ritos y demás, no habría distinción de un lugar a otro. No serviría tampoco que estos elementos pervivieran simuladamente gracias su fosilización en los museos. El mundo llegaría a un empobrecimiento cultural irreversible, que no disfrutarían ni los viajeros que se identifican con el médico de la generación del 98.
Por lo tanto, y ahora sí adentrándome sucintamente en política, desde el punto de vista más egoísta convendría que cuando se habla de la necesidad de desestacionalizar el turismo en Mallorca, se tuviera en cuenta la necesidad de potenciar nuestros elementos identificadores para atraer a un turismo de calidad que lo valora… durante todo el año.
Y ante la disyuntiva que pueda plantearse en Mallorca de si mostrar sevillanas o ball de bot, o tumbet o paella, mi recomendación es clara: criterio de exclusividad. Para lo demás existen más lugares.
Corolario: Amplitud de miras por encima de todo.