Mientras algunos tuestan su piel al sol y coleccionan stories desde calas turquesa, otros cuentan las horas en turnos interminables, sudan detrás de una barra o intentan conciliar como pueden sin escuela ni respiro. En Mallorca, el verano tiene muchas caras, pero solo una suele salir en las postales.
Este es el otro verano. El de quienes no están de vacaciones. El de la camarera que encadena jornadas de más de diez horas para que otros disfruten de su mojito bien frío en una terraza con vistas. El del conductor de bus que aguanta los atascos con una sonrisa mientras transporta a cientos de turistas cada día. El del recepcionista que hace malabares para encontrar habitaciones en hoteles saturados, o del personal de limpieza que, sin que nadie lo vea, deja todo perfecto antes de que los nuevos huéspedes entren con su maleta.
También es el verano de la madre que se las ingenia para dejar a su hijo con una vecina porque no puede pagar un casal, ni permitirse reducir jornada. O el de los abuelos que, sin apenas fuerzas, vuelven a ejercer de cuidadores a tiempo completo para que la familia pueda trabajar. Y todo eso ocurre mientras fuera, en las redes, parece que todo el mundo está tumbado al sol con un cóctel en la mano.
Los hospitales siguen llenos, las urgencias no descansan. El personal sanitario, agotado tras años muy duros, continúa al pie del cañón. Los trabajadores sociales, las empleadas del hogar, los agricultores que se levantan con el alba para evitar el calor sofocante... Todos forman parte de ese engranaje que mantiene en marcha a la isla mientras el turismo bate récords y los bares no dan abasto.
Y mientras tanto, muchas familias locales hacen cuentas. La cesta de la compra se ha disparado. El alquiler, incluso el de un simple apartamento de dos habitaciones, es impagable para muchos. A menudo, el único descanso posible es una tarde en la playa del barrio, con tortilla de casa y toalla en la arena.
El verano también tiene otro rostro en los pueblos del interior, donde no llegan los turistas, ni tampoco refuerzos sanitarios, ni casales suficientes. Donde los mayores resisten el calor con ventiladores antiguos, y los jóvenes sueñan con marcharse porque no ven oportunidades.
No se trata de culpar a quienes descansan, sino de mirar un poco más allá de nuestras propias vacaciones. De reconocer a quienes sostienen esta isla también en verano. De dar valor al trabajo invisible, a los cuidados, al esfuerzo cotidiano de quienes hacen posible que todo funcione mientras el resto se desconecta.
Tal vez este verano, entre chapuzón y helado, podríamos empezar a ver también a los otros.
Agradecer, apoyar, compartir. Comprar en el mercado de siempre, tener una palabra amable con quien nos atiende, recordar que hay una Mallorca real detrás del decorado.
Porque el calor aprieta para todos, pero no todos tienen un lugar a la sombra. Y construir una isla más justa empieza por mirar con otros ojos el verano que no sale en las fotos.





