Una parte de nuestra izquierda gobernante pretende en pleno siglo XXI aprovechar el aparente desapego de la sociedad española por las prácticas religiosas -esencialmente, por los tradicionales actos de culto- para azuzar en su seno un sentimiento anticatólico que ya en el pasado provocó una fractura de tal magnitud en nuestro país que acabó desembocando, junto con otros factores sociales y políticos, en nuestra desgraciada Guerra Civil.
Resulta suicida para cualquier colectividad el intento de laminar aquello que conforma la esencia íntima del individuo, como puedan ser los sentimientos de pertenencia a una cultura o a una religión. Ya hemos asistido en los últimos años a la lamentable división de la sociedad catalana a cuenta del soberanismo, que ha llegado a provocar situaciones insostenibles entre familiares, amigos y vecinos. Y ello, pergeñado desde una chusca ingeniería social supremacista que pretendía que todos los catalanes acabasen abrazando el independentismo y odiando a quienes a él se opusieran.
Donde mejor conocen la ingeniería social es, sin duda, en los regímenes comunistas. Su pretensión de crear un 'nuevo hombre' -hoy añadirían, 'y una nueva mujer'- ha tenido para la humanidad resultados catastróficos, numéricamente muy superiores incluso a los de sus socios de estrategia, los estados nazi-fascistas del siglo XX. Fueron las dos caras de la misma moneda.
Por ello, resulta lamentable que en pleno siglo XXI, sectores de la izquierda que hoy parasitan el gobierno de España recobren esa estrategia de tratar de eliminar toda huella de pertenencia de los ciudadanos a la Iglesia católica, arremetiendo con consignas de laboratorio cargadas de maldad y mentiras contra aquello que verdaderamente ha significado el cristianismo para los habitantes de la piel de toro.
Porque lo que hoy conocemos como España viene siendo cristiana desde los albores del estado visigótico. Incluso bajo la invasión y dominio musulmanes de gran parte del territorio, el cristianismo peninsular no desapareció. De hecho, más que sobre una idea nacional, entonces muy diluida, la llamada reconquista -término que hoy choca con la diarrea mental de lo políticamente correcto- se cimentó sobre bases económicas y religiosas. La cruz era entonces mucho más importante que la bandera.
Y curiosamente, el progresismo no ha sido siempre anticlerical ni anticatólico. Nuestra primera Constitución, la de Cádiz (1812), que fue jurada en la Iglesia de San Fernando, recibió la aportación de numerosos religiosos y clérigos liberales integrados en aquellas Cortes. A lo largo del siglo XIX, la Iglesia fue un importante refugio del liberalismo, aunque, justo es decirlo, también lo fue de lo más reaccionario de aquella sociedad.
La izquierda de los albores del siglo XX entendió pronto que los sentimientos religiosos de los españoles eran un obstáculo moral esencial para frenar sus fatansías totalitarias. Todo ello culminó durante la II República en el saqueo y la quema de templos y, ya durante el conflicto, en el asesinato de miles de religiosos y ciudadanos cuyo único delito era el de ser católicos. La memoria histórica es tambien esto, aunque en ese laboratorio social de la izquierda se ignoren sistemáticamente los crímenes de sus antecesores.
Y de aquella guerra, como no podía ser de otra forma, surgió la reacción contraria y la utilización por el poder de los sentimientos religiosos de la población como contrafuerte para sostener el régimen, el llamado nacionalcatolicismo.
Hoy, afortunadamente, vivimos en una sociedad democrática con total libertad ideológica y de culto, donde los intentos de domesticar a las ciudadanos a través de la ingeniería social, sea del signo que sea, están predestinados a fracasar, aunque sigan causando estragos y división.
Pese a todo, los españoles seguimos definiéndonos mayoritariamente como católicos, aunque muchos no pisen una Iglesia salvo para acudir a bodas y funerales. Porque una huella de casi dos mil años es muy difícil de borrar, pues está en nuestra cultura, en nuestras lenguas, en nuestro patrimonio y, en definitiva, en nuestro universo mental y sentimental.
Por eso, que una parte del gobierno se empecine en volver a utilizar las viejas armas de la ingeniería social del período más negro del siglo XX en contra de los católicos resulta un auténtico despropósito que, sin duda, acabará pasándole factura.