Humor negro

El humor, como casi todo en la vida, posee una enorme gama de matices que, a veces, conviene examinar. Escribo estas lineas a raiz del incidente producido en la alcaldía de Madrid con el resultado de una dimisión maquillada del flamante concejal de Cultura y Deportes que, veinticuatro horas después de su nombramiento, se ha visto forzado por la también flamante alcaldesa Carmena a dejar su cargo aunque no a desaparecer como regidor del Ayuntamiento. Zapata –que así se llama el susodicho personaje – habría publicado, tres años atrás, unos mensajes de twitter con un contenido netamente vergonzoso sobre el Holocausto judío (el chiste de los judíos, el seiscientos y el cenicero). Se trataba, confiesa, de un clásico ejemplo del llamado humor negro y que, por lo tanto, se enmarcaría dentro de la tan cacareada libertad de expresión.

Personalmente, soy un amante compulsivo del humor en general y defiendo su impacto en la sociedad, pero entiendo que, en aras de la propia libertad colectiva, es necesario respetar unos ciertos límites que a veces son visibles y en otras ocasiones se mueven en terrenos algo borrosos.

He aplicado, en numerosas ocasiones, el humor negro en situaciones particulares y en connivencia absoluta con los implicados. Para poner unos ejemplos: cada vez que me encontraba con mi abuela, viejecita ella, le preguntaba si ya había decidido el tipo de madera para la caja que le había de trasladar al Más Allá y mi abuela, santa ella, se pegaba unos hartones de risa que resonaban por la claraboya de mi casa; o, también como ejemplo, tuve unos buenos amigos mozambiqueños, negros como un túnel, que se partían de reír cuando les contaba chistes de negros y ellos, como reacción natural, me explicaban historietas ridículas sobre blancos, que también las hay, sí, y todos contentos; he bromeado a tope con amigos y amigas homosexuales sobre su libre condición, con vocabulario políticamente incorrecto, pero con sorna simpática y bien elaborada; lo mismo me ha ocurrido con gitanos; antes, años ha, durante las sesiones de luto en la casa del difunto y con éste de cuerpo presente, se solían soltar chistes de muertos a mansalva y, la verdad, para los allegados esta muestra de civilización representaba un auténtico alivio.

Lo que no es de recibo –de ninguna de las maneras – es la mofa pública sobre hechos o acontecimientos que han manchado de indignidad absoluta y criminal la faz de la tierra. Eso no, por favor. Hay que tener una piel insensible y rasposa como para reírse de asesinatos masivos o sufrimientos personales o universales. Es lo de los límites que comentábamos al principio. La persona que ignora el alcance mínimo de estos límites no merece nada de nada, pero aun menos un cargo público del tipo que sea y donde sea.

Nuevos y viejos gobernantes: a ver si os aplicais el cuento.

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