En política se paga la inhibición ante la realidad que perciben todos los ciudadanos. El miedo a ser tildados -falsamente- de xenófobos o racistas provoca que la mayor parte de los dirigentes políticos callen en público lo que comentan sin sordina en privado. Pocos le ponen el cascabel al gato y, de éstos, muchos pasan de un diagnóstico acertado a soluciones disparatadas e irrealizables.
La situación comienza a ser insostenible, y los índices de criminalidad en Palma y zonas turísticas son inasumibles. La inmigración ordenada es una necesidad porque, por desgracia, en la parte del mundo que habitamos la natalidad ha caído estrepitosamente y no hay viso alguno de que se recupere, y nuestro sistema, denominado ampulosamente “estado del bienestar”, precisa de una tasa de reposición sin la cual quiebra.
Pero, aunque resulta una obviedad, hay que insistir en que admitir que necesitamos de mano de obra extranjera -que, a menudo, supone la agrupación de sus familias-, ello no debe relajar, sino justamente incrementar, la vigilancia sobre aquellos que, confundidos entre la masa de personas que viene a nuestro país a buscar un mejor porvenir, no hacen otra cosa que aprovecharse del ultragarantismo de nuestro sistema punitivo -administrativo o penal- para cometer toda suerte de ilícitos, muchos de ellos extremadamente violentos.
El título de este artículo no es un manifiesto antiargelinos, sino que está extraído de las páginas de sucesos de nuestros diarios. No hay semana en que dicha sección no recoja la citada expresión para referirse a los autores -casi siempre, multirreincidentes- de toda clase de delitos en nuestra isla. Como ellos, delincuentes importados de diversas nacionalidades, entre las que hasta se puede trazar un esquema de cierta ‘especialización’.
Naturalmente, tenemos muchos delincuentes patrios, demasiados, con lo que hay que convenir que, con ellos, ya teníamos suficiente. Incluso sería moralmente aceptable una incidencia de la delincuencia entre la población inmigrada similar a la que ya teníamos. Tampoco podemos exigir mucho más, aunque lo ideal sería que quienes vienen aquí lo hagan cumpliendo nuestras leyes y asumiendo nuestros valores, algo imposible cuando no hay la más mínima voluntad por parte de algunos de estos colectivos de mimetizarse entre nosotros, sino más bien todo lo contrario, pues buscan trasladar aquí esquemas morales, religiosos y sociales de su entorno, incompatibles con la civilización occidental.
Lo que resulta disparatado y solivianta a los ciudadanos es que los políticos miren para otro lado cuando se les ponen ante sus ojos los datos que evidencian que la tasa de criminalidad entre determinadas nacionalidades cuadruplica la de los españoles. Las prisiones están repletas de esta amalgama ‘multicultural’, pero desde la mayor parte de las opciones políticas, o bien se niega el problema, o bien se tiene pánico a ser tildados de ultraderechistas.
El PP comienza a dar un tímido giro a este respecto, acuciado por el crecimiento de otras opciones a su derecha como Vox o, en Cataluña, Aliança Catalana. Lo que necesitamos, no son declaraciones para quedar bien, sino una planificación con medidas severas y tajantes, pero realistas.
Hay que conseguir que, en unos pocos años, no sea necesario especificar la nacionalidad de los delincuentes en las páginas de sucesos.





