Jueces que hacen política

edro Sánchez, a través de sus tentáculos políticos y mediáticos (valga la redundancia), ha lanzado la penúltima explicación a los escándalos que lo rodean: se trata de «jueces que hacen política». No hay nada, todo es ruido: son los jueces fachas que están empeñados en tumbar, por cauces antidemocráticos, al legítimo y mirífico Gobierno del Progreso. ¡Lawfare! Hay una conspiración de la fachosfera en marcha, un «golpe bando» en el que también colaboran los «pseudomedios» y la «máquina del fango».

Así que no hace falta explicar, por ejemplo, el interés de la Fiscalía Europea en la adjudicación de contratos del organismo público Red.es al empresario Juan Carlos Barrabés, amigo y recomendado de Begoña Gómez. Tampoco es preciso extenderse en los 121 correos que la asistente de la mujer del presidente (que no estaba para eso) intercambió con el rector de la Complutense que le apañó una cátedra, o aquellos en los que pedía patrocinios y ayudas a empresas. ¡Son jueces que hacen política! ¿Y a qué viene ahora decir que el hermano de Sánchez, al que se le dio un empleo público (al que no iba) en Badajoz, y se empadronó en Portugal para pagar menos impuestos, vivía realmente en Moncloa? ¡Lawfare! Y si se desprendió de su móvil para (según dicen) evitar ser geolocalizado en el palacio presidencial (igual que Bin Laden en Abbottabad) ¿qué ocurre? Seguramente pretendía evitar la contaminación electrónica de estos dispositivos, o eludir el efecto adictivo de las redes. 

Hay que reconocer el mérito del millón de asesores que tiene a su disposición Moncloa, que han conseguido sustituir la acción política por la emisión ininterrumpida de eslóganes. Y éste de los «jueces que hacen política» es tan pegadizo que incluso han empezado a usarlo los jueces que realmente hacen política. Este ha sido el caso del juez Castro, que en 2023 se incluyó en la lista electoral de Sumar-Més por Baleares. Se consideraba (al menos él) una especie de Robin Hood, protector del débil frente al poderoso y decidido a meter en prisión «no solo a los de siempre». Fue el instructor del caso Noos, que sentó en el banquillo a la infanta y a Urdangarín, y llevó a la trena a este último. Pues bien, ahora Robin Castro, el juez Hood, ha decidido proteger a un espécimen particularmente débil: la mujer del presidente. Y por eso ha criticado duramente al juez Peinado por investigarla. Y esto es curioso porque, para el ciudadano de pie, lo que hacían Urdangarín y Begoña se parece bastante: aprovechar su parentesco para extraer dinero a empresas e instituciones.

Pero ahora, al parecer, es necesaria una resolución judicial para poder criticar cualquier cosa. El otro día, en Onda Cero, una tal Carmen Ro defendió que la imputación de la mujer de Sánchez, del hermano de Sánchez, de dos secretarios de organización de Sánchez, y del Fiscal general de Sánchez no tienen nada que ver con Sánchez. En realidad, defendió, no hay que sacar conclusiones precipitadas, y lo que hay que hacer es esperar a las correspondientes resoluciones judiciales para saber si lo que hicieron está bien o mal. Es decir, ahora los ciudadanos debemos abstenernos de emitir opiniones políticas o morales hasta que un juez analice y refrende la situación. Si a usted le parece feo que la mujer del presidente recomiende a empresarios, que luego obtienen contratos públicos por encima de otros empresarios que no han sido recomendados, es un intolerante: lo que tiene que hacer es esperar a que un juez (que no sea facha) se manifieste y le ponga la correspondiente etiqueta «malversación» o «tráfico de influencias». Hasta ese momento, si usted protesta, estará formando parte del ruido y la máquina del fango. 

Hace unos años Steven Levitsky y Daniel Ziblatt defendieron que las democracias empiezan a morir cuando se infringen las normas no escritas. Se referían a cosas muy básicas, como la aceptación del pluralismo y la renuncia a estirar la legalidad, y se habrían desmayado ante la posibilidad de que un presidente, como Sánchez, comprara su investidura con impunidad. Pero esa es la cuestión: el sanchismo ha volatilizado las reglas no escritas. Ha relativizado todo aquello que compartíamos, que aceptábamos tácitamente que era razonable o absurdo, justo o injusto, limpio o sucio, honrado o inmoral. Ahora pretende diferir la decisión entregándola a los jueces, y así ganar tiempo. Pero ésta es la ironía fundamental: el que acusa a los «jueces que hacen política», pretende delegar el juicio sobre lo política en los jueces. 

Pues no. Si la mujer de Sánchez usa su influencia para recomendar amigos o para pedir dinero, no hay que esperar a un juez para decir que está mal. Si el hermano de Sánchez cobra dinero público de un empleo inexistente, establece su residencia en Portugal, y vive realmente en Moncloa no hace falta un auto judicial para decir que está mal (y que es bastante cómico). Y si el Fiscal General de Sánchez se dedica a perseguir a un rival político de Sánchez, no hay que esperar sentencia para saber que lo que ha hecho está mal, muy mal. Y hay que sospechar que los que borran datos y metadatos (como el Fiscal de Sánchez y la mujer de Sánchez) pretenden ocultar cosas muy graves. Y si Sánchez está en mitad de una telaraña de poder recorrida por escándalos, no hay que esperar ninguna resolución judicial para decir que tendría que haberse marchado hace mucho tiempo. Digan lo que digan los tertulianos de Onda Cero.

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