¿La democracia representativa era esto?

¡Animo, Alberto! Así respondía Pedro Sánchez a una pregunta sobre la corrupción que recorre su telaraña de poder, formulada por el líder de la oposición. Era la enésima pregunta incontestada en una sesión de control, y Sánchez se limitaba a seguir el último libreto proporcionado por sus maestros de propaganda. Ahora el guion, que todos obedecen minuciosamente, dice que hay que dirigirse a Feijóo con condescendencia porque es un líder débil, continuamente cuestionado por sus compañeros de partido y muy en especial por Ayuso.

El Congreso, supuesta cámara deliberativa, se ha convertido en una coreografía, diseñada por los cientos de miles de asesores de Moncloa y seguida con mayor o menor gracia por los diputados. El Pleno siempre ha tenido algo de teatral, pero la cosa empezó a descontrolarse, hace ya diez años, con la llegada de Podemos y Rufián; los primeros acudían provistos de lactantes, y el segundo de impresoras y otros gadgets. A los periodistas parlamentarios les pareció todo muy ingenioso, y desde entonces les dan muchos premios.

Los papeles que los diputados de Sánchez se ven ahora obligados a representar no son, hay que reconocerlo, muy vistosos, pero ellos se esfuerzan en representarlos abandonando la dignidad y el sentido del ridículo a la entrada del hemiciclo. El día del ¡ánimo, Alberto! se pudo ver cómo fingían troncharse ante el ingenio del líder; María Jesús Montero emitió una especie de graznido, y ahí estaba Pachi López… Hay que sentir cierta piedad por él: había conseguido llegar a presidente de una región, y a presidente del Congreso, sin que la gente se diera cuenta de su escasa sofisticación intelectual, pero, después de sus últimas actuaciones, todo el mundo se ha enterado. Y el pasado miércoles Montse Minguez, vigente portavoz del PSOE, se puso a hacer frenéticos gestos por detrás de Pedro mientras éste volvía a dejar sin contestar una pregunta. ¿Qué quería representar al agarrarse los labios con ambas manos? ¿Un pato? Por eso los directores de la coreografía tienen que ser muy estrictos, porque estas improvisaciones despistan al público. El objetivo es conseguir que los diputados (y la prensa afín) se muevan sincronizados con la misma perfección que puede verse en ciertas ceremonias chinas. O en los Coros y Danzas del franquismo, que Pedro Sánchez prometió conmemorar.

Bernard Manin, en Los principios del gobierno representativo,  distinguía tres etapas: el parlamentarismo –desde su origen hasta el último tercio del s. XIX-, la democracia de partidos –hasta el último tercio del s. XX-, y la democracia de audiencia -la actual-. Lo hacía en función de lo que consideraba cuatro características esenciales: la autonomía de los representantes, la toma de decisiones a partir del debate, la celebración periódica de elecciones y la prensa libre.

En el parlamentarismo la autonomía de los diputados al tomar decisiones era total. Es el momento del Discurso a los electores de Bristol en el que Burke deja claro que, como representante, no es un mero encargado de transmitir las instrucciones de sus votantes: éstos, confiando en su superior juicio para tratar los asuntos públicos, han delegado en él la toma de decisiones. Más aún: los diputados ni siquiera están constreñidos por un programa político prefijado. El parlamentarismo es, además, el momento en el que las cuestiones pueden ser realmente sometidas a deliberación en el Parlamento, sometiendo las cuestiones debatidas al juicio de los argumentos más poderosos.En la democracia de partidos la base democrática se ha ampliado, y el conocimiento personal hacia los representantes se desplaza hacia la imagen de marca de los partidos de masas. Esto es posible porque la principal línea divisoria en la sociedad es la posición económica, y se entiende que los partidos se limitan a representar diferentes intereses de clase. Además, aparecen programas electorales que limitan la capacidad de actuación. El debate desaparece del parlamento, que se convierte en mera representación de las diferentes posiciones adoptadas en el interior de los partidos. Los representantes políticos mantienen su autonomía de decisión con respecto a los electores, pero están sujetos por la disciplina del partido a las decisiones emanadas producidas por la oligarquía del partido.

En la fase actual, la democracia de audiencia, la imagen de marca del partido se ha trasladado al impacto de líderes mediáticos: esta fase es producto de la gradual transformación del homo sapiens en homo videns. Ahora el votante no es cautivo de una opción política. Como la clase obrera se ha difuminado en una gran clase media, y hay distintas líneas de división en la sociedad, las opciones políticas se esfuerzan por acentuarlas –o crear diferencias artificiales- con el fin de marcar diferencias con el adversario. Los programas electorales, por cierto, también se difuminan. Las decisiones siguen siendo producidas por un grupúsculo en los partidos, en los cuales cobran especial peso los expertos en comunicación y demoscopos. El Parlamento es, cada vez más, un mero escaparate de las decisiones adoptadas por todos ellos.

¿Dónde está el debate? ¿Quiénes toman las decisiones? En cada partido, reducidos sanedrines en torno al líder mediático –auxiliados por los sacerdotes de los medios y la demoscopia- generan decisiones misteriosas que son trasladadas –a veces no- al resto del partido, los militantes y los votantes. Estas decisiones no están constreñidas por las promesas electorales ni –según vamos viendo- por la necesidad de ajustarse a la verdad.

¿Ven ustedes el problema?

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