Ayer se cumplían 82 años del final de nuestra última Guerra Civil. La efeméride pasó, como ocurre desde hace bastantes años, completamente desapercibida, aunque, por desgracia, temo que no sea tanto porque ya no importe a nadie, como por la supina ignorancia sobre nuestra propia historia que acreditan las generaciones de la ESO. Si no me creen, pregúntenle al alcalde de Palma.
Han pasado, pues, más de ocho décadas desde la desbandada republicana, y casi ochenta y cinco años desde el golpe militar que marcó el inicio de la guerra. Toda una larga vida.
Pero no crean que ese haya sido el único conflicto civil habido en España, aunque sí el más devastador y el único que abarcó la totalidad del territorio. El anterior, la Tercera Guerra Carlista, se desarrolló entre 1872 y 1876, aunque solo circunscrita al País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña y Valencia.
En cualquier caso, no me imagino que la política de ochenta y dos años después girase en torno a la consecuencias de la última guerra carlista. Sí, ya sé que en 1958 vivíamos en una dictadura, -en aquel momento, embarcada en sus planes de desarrollo y en la Guerra de Ifni-, pero lo cierto es que nadie en su sano juicio clasificaba entonces a los españoles entre partidarios de los descendientes de Carlos María Isidro de Borbón, o de Isabel II. El tradicionalismo era ya entonces solo una rama a extinguir dentro de las familias franquistas, como se demostró en la Transición, cuando los pocos carlistas que quedaban se agruparon en un extraño partido de credo cercano al socialismo, sin nexo ideológico alguno con el antiguo tradicionalismo. En los comicios de 1977, obtuvo, en toda España, 50.552 votos, y en los de 1982, 224.
Tampoco recuerdo que en la campaña para las elecciones generales de 1982 Felipe González y Manuel Fraga centraran sus debates en las consecuencias de la Guerra de Cuba, terminada abruptamente en 1898, ni en la pérdida de Filipinas. A los jóvenes de entonces, nos parecía una lejanísima historia de nuestros bisabuelos. Incluso la Guerra Civil había quedado arrinconada del discurso político gracias a los numerosos actos de reconciliación que tuvieron lugar en nuestro país a partir de 1976, con el regreso de miles de exiliados políticos de Francia, Méjico, Estados Unidos o la URSS, con la asunción del nuevo régimen y su bandera por parte del Partido Comunista de España, y con la posterior firma de los Pactos de la Moncloa, que dieron lugar a nuestra Constitución.
Fuera de nuestras fronteras, también ha habido guerras civiles. Una de las de mayor repercusión fue, sin duda, la Guerra de Secesión de los Estados Unidos, entre los años 1861 a 1865. En 1950, los norteamericanos vivían pendientes de la permanente tensión con los rusos y de construir refugios antinucleares, y su guerra civil era solo el argumento de celebradas películas de Hollywood (Lo que el viento se llevó, Mujercitas, Camino de Santa Fe, La conquista del Oeste...)
En España, en cambio, hemos experimentado un renacimiento del guerracivilismo más rastrero y sectario en los últimos seis o siete años, coincidiendo con el nacimiento de ese engendro bolivariano diseñado para crear discordia civil y división, llamado Podemos.
Los extremismos de uno u otro signo sacan ventaja política de recordarnos los enfrentamientos entre españoles de hace casi un siglo -reinventándose la historia- y, además, se alimentan entre sí. El caldo de cultivo para el resurgimiento de la extrema derecha ha sido, obviamente, el auge de los podemitas, ahora en claro declive, afortunadamente.
Nuestra Guerra Civil es una historia muy desgraciada, precedida de un clima de división y de violencia extremas en un estado incapaz de poner orden y seguida de una cruel represión y dictadura. He conocido a muchas personas que la vivieron, o que participaron activamente en ella, como fue el caso de mi propio padre. Jamás percibí entre aquellos familiares que, por circunstancias de tiempo y lugar, lucharon en uno u otro bando el más mínimo resquemor, ni el deseo de reabrir aquella barbarie, ni siquiera para, simplemente, debatir quiénes fueron los 'buenos' y quienes los 'malos.
Solo la más abyecta ingeniería social, que encuentra terreno abonado en el analfabetismo histórico de una gran parte de nuestra población, es capaz de usar aún aquel conflicto como argumento político, deseando mantenerlo vivo para convertirlo, de hecho, en nuestra guerra de los cien años.