La soledad que deja quien se va

Por Beatriz Vilas

Hay un tipo de soledad que no se elige. Llega de golpe, sin pedir permiso. Se instala en los rincones de casa, en los silencios, en los objetos que ya no se usan, en la taza de café que sobra cada mañana. Es la soledad que deja la muerte de alguien querido. Una soledad que no siempre se ve desde fuera, pero que por dentro lo cambia todo.

Podemos prepararnos mentalmente para una pérdida, podemos hacer trámites, hablar del duelo, recibir abrazos… Pero cuando el mundo vuelve a su ritmo y la vida sigue, algo dentro de nosotros se detiene. Y ahí comienza otra etapa, más silenciosa, más íntima: la de aprender a vivir con la ausencia.

En una sociedad que vive de cara afuera, cuesta mucho sostener esa parte invisible del dolor. Porque el luto real no dura solo los días oficiales ni cabe en frases hechas. Dura lo que tenga que durar. A veces es una lágrima que aparece sin avisar en mitad del supermercado. A veces es la necesidad de contarle algo al que ya no está. O ese impulso automático de marcar su número de teléfono y darse cuenta, una vez más, de que nadie responderá.

Mallorca, con su belleza serena y sus atardeceres que parecen abrazar, puede ser un refugio, pero también puede amplificar esa sensación de vacío. Sobre todo cuando quienes se van eran parte de nuestra vida cotidiana: abuelos, padres, parejas, amigos. Esos vínculos que nos sostenían sin que fuéramos del todo conscientes.

Y es que la muerte no solo se lleva cuerpos. Se lleva rutinas, certezas, versiones nuestras que solo existían junto a esa persona. Nos obliga a reconstruirnos desde un lugar nuevo, más vulnerable, pero también más humano.

En medio de esa soledad, hay algo que puede ayudarnos: no huir de lo que sentimos. Dar espacio al dolor, permitirnos recordar, llorar, hablar. No hay forma correcta de vivir una pérdida. Hay personas que necesitan silencio, otras que necesitan compañía. Hay quien escribe, quien camina, quien reza. Lo importante es no juzgar nuestro proceso ni el de los demás.

Y si algo aprendemos cuando alguien a quien amamos muere, es que el amor no desaparece con la muerte. Cambia de forma, pero sigue vivo en nosotros: en lo que hacemos, en lo que transmitimos, en lo que decidimos cuidar a partir de ahora.

Quizá por eso, con el tiempo, esa soledad se transforma. Ya no es solo ausencia, sino también memoria. Y en los días buenos, incluso puede ser gratitud. Porque haber amado tanto como para que duela… es también una forma de haber vivido profundamente.

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