Las 7 vidas de los convenios colectivos

El pasado día 19, la Sala de lo Social del Tribunal Supremo hacía pública una nota sobre la doctrina aplicada en el recurso que había interpuesto una empresa mallorquina contra una anterior sentencia de nuestro TSJ, acerca de la pervivencia o caducidad de las condiciones acordadas en los convenios colectivos una vez que éstos habrían superado el límite de prórroga –o ultraactividad, como se denomina técnicamente-, tras haber agotado el período para el que fueron inicialmente pactados.

El asunto ha tenido una tremenda repercusión en la prensa económica y en el ámbito político, donde la oposición ha aprovechado la circunstancia para afearle al gobierno del PP su pretensión de estirar la reforma laboral hasta límites contrarios a toda la tradición de nuestro derecho del trabajo.

El Tribunal Supremo ha optado esta vez por la fidelidad a nuestro sistema de relaciones laborales, huyendo de interpretaciones que en la práctica dejarían vacío de contenido, no ya el convenio cuya vigencia esté agotada, sino el propio contrato de trabajo de cada uno de los trabajadores de ese sector o empresa.

Hay que destacar, asimismo, que el máximo órgano ha ratificado plenamente la doctrina de nuestro TSJ en ese sentido, lo que acredita el alto nivel de nuestro tribunal autonómico.

Para que me entiendan sin excesivos tecnicismos, la tesis que defendía la empresa –y que había fomentado el entorno del gobierno al vendernos las bondades de su reforma- era la de que, una vez que un convenio ha agotado el plazo y su prórroga legal, las condiciones que estableciera dicho convenio decaerían, incluyendo las retributivas, es decir, el monto de los salarios. Así, si no se lograba un acuerdo entre los empresarios y los trabajadores afectados por dicho convenio antes de que ese plazo máximo expirara, el empresario podría, a su conveniencia, modificar las condiciones de sus trabajadores sin más obstáculos que los mínimos establecidos en el Estatuto de los Trabajadores. Dicho en plata, podría bajar salarios hasta el límite del Salario Mínimo Interprofesional para una jornada de 40 horas semanales, entre otras cosas.

Esa lectura no sólo era totalmente nueva en nuestro derecho, sino que atacaba los cimientos de las relaciones laborales tal y como las veníamos entendiendo en los últimos cien años, porque en nuestro sistema lo que prima no es el convenio –que, como el Estatuto, fija unos mínimos, aunque sólo dentro de su ámbito concreto-, sino el contrato de trabajo, es decir, aquello que han pactado en cualquier forma empresario y trabajador.

Y aquí, nos recuerda el Supremo, debemos considerar como condiciones pactadas en el contrato de cada uno de los trabajadores no sólo aquellas que lo fueran expresamente por escrito –es decir, lo que vendría a ser “el papel” en el que se ha instrumentado el contrato-, sino también todas aquellas que cada trabajador viniera disfrutando, bien por referencia genérica al convenio –la clásica cláusula que establece salario o jornada “según convenio”-, bien por tratarse de mejoras voluntarias pactadas verbal o tácitamente, o en su caso condiciones más beneficiosas acordadas de forma colectiva en una empresa. Los laboralistas sabemos que, más que en ninguna otra rama legal, en el mundo del derecho del trabajo las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son. Incluso puede darse el caso que el contrato “papel” contradiga abiertamente la realidad plasmada en la nómina –o en el sobre con dinero en efectivo, que aún abunda- y, en ese caso, deberá prevalecer esta realidad si es que es más beneficiosa para el trabajador.

En suma, el Tribunal Supremo –últimamente dado a cierta volatilidad doctrinal en muchas otras materias- no hace sino reafirmar las bases troncales de nuestro derecho del trabajo, nacido en los albores del siglo XX, que se funda en la relación jurídica interpersonal empresario-trabajador e impide, como con pesar ha visto el ala más derechista del gobierno, que la defunción jurídica de un convenio deje desprotegidos a cada uno de los trabajadores del sector que regulaba.

Es una noticia que añade solidez a nuestro sistema y que desnuda la indigencia intelectual de una reforma laboral chapucera que únicamente ha venido a facilitar el cierre de empresas, sin otorgar siquiera a cambio el lógico contrapeso de los necesarios mecanismos para estimular una creación masiva de puestos de trabajo, terreno en el que el gobierno no está ni se le espera.

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