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Librerías de viejo

Desde siempre, me he considerado un apasionado visitante de las llamadas librerías de “viejo”, establecimientos donde –como su nombre indica a la perfección- se compran y venden volúmenes previamente usados; o, mejor dicho y con una expresión más acertada, leídos (y hasta puede que releídos, ya por rizar el rizo).

En este tipo de locales comerciales-culturales no se suelen encontrar peregrinas rarezas bibliográficas, pero sí muestras curiosas, interesantes y, sobretodo, libros inesperados. No teníamos ni la más remota noticia de un determinado volumen que se halla tirado en un rincón de un mueble; no pasaba por nuestra imaginación la posibilidad de leer tal otro libro que nuestros ojos descubren, algo polvoriento. Y, he aquí que, de pronto, se nos aparece. Nuestra curiosidad intelectual se despierta ya con el simple hallazgo. No se trata de un volumen raro pero, este ejemplar no lo podríamos encontrar en las librerías normales. Hace años que se había despedido del circuito habitual que rige el comercio de las editoriales.

Ante nosotros se abre una pequeña perspectiva histórico-literaria que antes no teníamos. Nuestros conocimientos sobre determinada materia quedan, con la lectura de este libro, completados; o, por lo menos, constatamos un cierto avance en el contenido consultado por sorpresa. Victoria de la improvisación como método de trabajo; algo así como el jazz de la lectura.

Estamos hablando de unos puestos de venta (a veces en la calle y, en algunos casos, en interiores) con un aspecto ligeramente bohemio y desordenado; una luz de fotografía en blanco y negro. Un cierto aroma a papel rancio nos invade los sentidos y consigue que respiremos antigüedad por todos nuestros poros.

Los “tenderos”, los “libreros” que atienden dichos puestos suelen ser gente avezada a la cultura, amantes del saber, doctos en una gran cantidad de materias espirituales. Normalmente, buena gente; amables, serviciales, discretos… Generalmente, su físico suele tener un gran parecido con el estado de la librería.

Una anécdota vivida: el padre de uno de mis mejores amigos – un catedrático de biología, hoy fallecido, y de prestigio internacional-- logró adquirir una cultura absolutamente universal gracias a este tipo de comercios. El hombre frecuentaba todos los espacios de este género para cumplir con un ritual que, evidentemente, requería de un cierto esfuerzo por su parte. Este “sabio” partía de la base de que solo con comprar aquellos libros que a uno le apetecían leer (lo que suele hacer la gran mayoría de la sociedad; también en la selección de músicas, películas u ocio), la restricción de conocimiento se hacía patente; se encasillaba, brutalmente, el saber humano. Uno sólo se enteraba de una parte muy minúscula de lo que la inteligencia había concedido al mundo a través de la Historia.

La operación que le permitía adquirir una auténtica cultura general, consistía en entrar en todos los establecimientos del ramo y, con los ojos cerrados, pasear por los pasillos recónditos de la librería y llenar sus manos de ejemplares sacados bien de las estanterías sin orden alguno, bien de las cajas donde se amontonaban volúmenes y volúmenes a la tun-tun…y, claro, se “obligaba” a leerlos –cosa que hizo siempre.

Con este comportamiento ejemplar el hombre además de ser una autoridad mundial en su materia, la biología (concretamente la genética), conocía, aunque superficialmente, una temática universal de gama diversa y variada: desde el reglamento del ping-pong a la historia de Mongolia, pasando por la física cuántica o la pintura holandesa del siglo XVII.

No me negarán que es un método eficaz para ampliar nuestra pequeña dosis de sabiduría y llegar a saber de todo un poco.

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