Realidad y ficción

"Yo he sido un realista siempre. Creo que la realidad es infinitamente superior a la inteligencia humana, a la imaginación y a todo. Contra la literatura de imaginación, yo he hecho siempre literatura de observación" "Creo que el hombre que a partir de 35 años lee novelas es un cretino".

La cita es del maestro Josep Pla, en la única entrevista que concedió en su vida a una televisión en lengua castellana, en el inolvidable programa A Fondo del gran Joaquín Soler Serrano. Anteayer hizo exactamente cuarenta y tres años de aquella emisión. Pla no se prodigó en el medio, pues solo otorgó otra interviú a su amigo Carles Sentís para el circuito catalán de TVE, tres años antes.

Para el lector medio, todo eso es hoy prehistoria.

Me reconozco discípulo inconsciente de Pla desde mi más tierna infancia. Jamás soporté la ficción mágica ni los personajes que se apartaran del ser humano medio que, como el genio incansable de Llofriu decía, es, con sus circunstancias vitales, infinitamente superior a toda criatura de la imaginación.

Por este motivo, frente a los superhéroes de Marvel -efebos en mallas con superpoderes- que apasionaban a algunos de mis compañeros, yo prefería los tebeos carpetovetónicos y sus entrañables personajes de la calle, a quienes sucedían toda clase de desventuras descacharrantes. Desde la Familia Ulises a Carpanta, pasando por el Botones Sacarino, Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio o el paleto Agamenón, "igualico, igualico, que el defunto de su agüelico".

Más adelante, me interesó mucho más el estilo llamado de línea clara -soy un modesto tintinero, aunque no llego a tintinólogo- antes que los absurdos mundos lóbregos y sórdidos de otros cómics de mi época adolescente y juvenil, de cuyo nombre prefiero no acordarme.

Por supuesto, no he visto jamás ni uno solo de los llamados 'episodios' de Star Wars -en mi tiempo, La guerra de las galaxias-, ni tampoco he perdido el más mínimo instante en otros bestsellers literarios y cinematográficos como La historia interminable, El señor de los anillos, Harry Potter u otras obras más recientes como Las crónicas de Narnia, Avatar, Los juegos del hambre o Juego de Tronos. No me interesan en absoluto.

Los videojuegos, inlcuyendo a los marcianitos de hace cuarenta años, me han aburrido siempre.

Lo más cerca que he estado de la ficción mágica ha sido con En Juanet de sa gerra, L'Amo de So Na Moixa, L'Abat de la Real y el resto de las rondaies mallorquines, que encajaban tan sabiamente el mundo rural de la Mallorca decimonónica y una multitud de reyes, dragones, osos y otras criaturas humanizadas, además de "el bon Jesús", que a la postre resolvía todos los entuertos castigando a los malos y premiando a los buenos, como Dios manda.

Pero el protagonista de las rondaies era generalmente un hombre o una mujer del pueblo llano, casi siempre pobre, alguien con el podíamos identificarnos y a quien sucedían cosas tan extraordiarias que dejaban con la boca abierta a los niños que escuchaban aquellas geniales historias sentados alrededor de sa padrina.

No obstante, ahora que Pla no me escucha, confesaré que sigo leyendo algunas novelas, aunque acostumbro a escoger clásicos o aquellas obras relacionadas con hechos históricos o viajes. En mi biblioteca prima el ensayo.

A todo esto, yo no quería hablarles hoy de literatura o cine, miren ustedes por dónde.

Crecí en una época en la que la política era algo sólido, fundamentado en convicciones ideológicas, algo real. Era un mundo de bloques graníticos separados por concepciones aparantemente irreconciliables. La transición española fue, por eso, un milagro, encarnado en los siete padres de nuestra Constitución, de Cisneros a Solé-Tura y de Fraga a Roca i Junyent. Gente con formas de pensar antagónicas, pero en cualquier caso honestas, que lograron perfilar un gran pacto constitucional para restañar las heridas que una cruenta guerra civil y una larga dictadura -nada menos- nos habían infligido y conducir así a la sociedad española a la senda de la fraternidad democrática, en la que las contiendas quedarían reducidas a una confrontación de ideas buscando todas ellas el bien común. Evidentemente, los cuarenta años siguientes no fueron siempre tan ideales, pero su basamento último era consistente, porque se fundaba en la búsqueda de un mundo mejor para todos. Eso era fácil de entender sin necesidad de hacer uso de la imaginación. Hasta un realista patológico como yo comprendía las reglas del juego.

Hoy, en cambio, la política se ha convertido en algo líquido y escurridizo. A mí, sin ir más lejos, me resulta imposible situar ideológicamente a Pedro Sánchez, pero no es al único. De otros muchos actores no se sabe bien qué intereses defienden ni bajo qué concepción del mundo actúan. Y qué decir de la política catalana, que a vueltas con 'el conflicto' nos sirven en desayuno, merienda y cena. Soy incapaz de encuadrar a JxCat en un espectro clásico izquierda-derecha, y a lo que más me recuerdan todos los nacionalistas de la segunda década del siglo XXI me produce cierto vértigo y pudor decirlo. De los llamados populistas, poco que añadir, su sinuoso y prosaico comportamiento los retrata. La globalización crea monstruos también en este campo. Me pregunto si alguien con una mínima capacidad de análisis calificaría hoy la dictadura china de 'comunista' sin resquebrajar las costuras de Marx, Engels o incluso de Lenin o Mao.

Detrás de Trump hay ideología o está solo Putin y los intereses de gigantescas multinacionales. No acierto tampoco a responder.

Por eso, cuando el martes la diputada Ana Oramas, cuyo sentido del voto resultaba ya intrascendente para el resultado de la investidura, anunció que, pese a la tibia postura neutra fijada por su formación, ella no iba a traicionar a sus electores ni a vender a España y que votaría no al candidato, me suscitó un luminoso destello de aquella política sólida de hace cuarenta años, fundada en ideas y no en intereses pueblerinos, aquella que alimentó mi pasión juvenil por la res publica y el arte de la gobernanza de los pueblos.

Oramas, en este parlamento de oportunistas esperando hacer caja, de matrimonios ministeriales y de embusteros sin escrúpulos, me pareció Churchill. Lo tangible y real volvía a vencer al producto delirante de la imaginación de quienes solamente se mueven por su amor a sí mismos.

Qué grande, joder.

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