Ya lo decía Abraham Lincoln en una de sus celebérrimas citas, “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Aunque el decimosexto presidente de los Estados Unidos era miembro del Partido Republicano y, por tanto, se supone que, de haber sido coetáneos, compartiría sesgo ideológico con el líder del Partido Popular, su sentencia retrata a un Rajoy aferrado a lo que quede de la cándida credulidad del respetable, un político al que el tiempo se le está acabando, porque, por más que disimule, ni sus más acérrimos votantes pueden negar ya la podredumbre generalizada que afecta a una estructura financiera del partido veteada de mordidas millonarias.
Los ‘casos puntuales’ a que se refieren los dirigentes populares son tan numerosos que los ‘puntos’ ya casi conforman un cuadro del neoimpresionista Georges Seurat.
Se pongan como se pongan, y por más ideas brillantes y aciertos importantes en la gestión económica que puedan exhibir, eso ya no vende. Es hora de dar el relevo a nuevos líderes –hoy, mejor que mañana-, porque lo que se barrunta en el horizonte es un descalabro electoral de tal magnitud que sería solo comparable al sufrido por la UCD en 1982, resultado que determinó su extinción.
Mariano se resiste a dejar el mando, amenaza con repetir como candidato y mientras, a sus barones autonómicos y alcaldes, que, en público y como buenos alfiles, cierran filas en torno a su jefe, no les llega la camisa al cuerpo, pues temen que el golpe de timón se produzca cuando la nave sea ya insalvable.
La corrupción, que supuestamente ha tenido hasta ahora tan pocos efectos electorales, ha acabado asqueando a toda la ciudadanía, especialmente al votante conservador, que no es que no vaya a perdonar en adelante ningún nuevo ‘caso puntual’, es que ya mira hacia otras formaciones, quién sabe si de forma irreversible.
Rajoy puede intentar descalificar a quienes le disputan gran parte del espacio político, singularmente a Ciudadanos, pero lo que le sucede es que el votante se ha cansado de esperar una reacción, para la que el gallego se ha revelado manifiestamente incapaz. Indudablemente, Abraham Lincoln la clavó.