Hace ya años se pudo leer que el musulmán, de Nigeria, de Afganistán, o de donde fuese, vivía en la Edad Media, y de ella no deseaba salir, sino que el kafir, el infiel, regresase a ella. Los atentados, constantes y desgarradores, tienen siempre la misma respuesta por parte de los políticos occidentales, instalados en la defensa de la democracia occidental con la libertad, minutos de silencio y ramos de flores. Que en Seattle entiendan que eso es lo correcto no resulta extraño, dado que no han soportado a un Soliman a las puertas de Viena o un Almanzor regresando a Córdoba con las campanas de la catedral de Santiago arrastradas por cristianos, acompañados de un montón de esclavas. Sin embargo, que algunos progres se rasguen las vestiduras cuando Trump alude al fracaso de la política del alcalde de Londres, no es sino el resultado de estar siendo gobernados por un colectivo que ha conseguido que Europa sea simplemente un espacio territorial vacio, sin personalidad definida más allá de un mercado económico global o un foro indiferente con su propia historia. Mientras tanto y en contrapartida, España concede el Premio Princesa de Asturias a una progresista conversa que establece en sus textos que judíos, musulmanes y cristianos somos fundamentalistas y que Asturias no es sino el fruto de una “insidiosa reconquista”. Lo cual no hace sino equiparar a cualquier Bin Laden con Benedicto XVI, por ejemplo. O al musulmán atacante en Valladolid con el novio que celebraba su propia boda bajo la cúpula de la catedral católica. Así es el mundo occidental que, desde hace años, está aceptando la entrada de millones de musulmanes con la utópica ilusión de integrarlos en sus ciudades, en sus pueblos. Si Gadafi presumía de haber iniciado la conquista de Occidente, no con bombas, sino con los vientres de las mujeres, el hecho de que musulmanes de segunda o tercera generación, nacidos en Manchester o en Montpellier, sean autores de atentados terroristas viene a demostrar que, el sátrapa libio, no iba muy desencaminado en sus previsiones y estrategias.
Lamentablemente, ni la U. E. ni el occidente europeo se están apercibiendo que el islamismo tiene sus raíces ancestrales en luchas internas; suníes contra chiíes, integristas salafistas contra los sufíes, herejes por pacifistas, o la perenne guerra contra el infiel. Eso desde hace siglos, sin variantes. Un iluminado político montañés sentencia que el terrorismo nació con la foto de las Azores. Majadera excusa que no se compagina con los atentados en Manila, en Nigeria, en Bangladés o en la misma Arabia Saudí. Irak, Afganistán seguirían en su anterior estado, si el 11-S no hubiese contemplado el derrumbe de las torres gemelas. La culpabilidad occidental es una estúpida excusa de la progresía que no se atreve a reconocer que Europa, y con ella todo Occidente, se equivoca cuando cree que podrá normalizar, con sus leyes y sus libertades democráticas, al islamismo que no es sino una forma de vida. La civilización occidental, sin concesiones melindrosas, y el islam, sin jerarquía, sin separación de poderes, sin libertades democráticas, con la sharia, son como el agua y el aceite. Felicitar por el Ramadán es otro estúpido gesto que no alcanza más allá de la sonrisa electoralista de su protagonista. Y mientras tanto, un párroco de un pueblecito debe pedir permiso para colocar una cruz en lo alto de su parroquia. Curioso país, curioso mundo el nuestro, lleno de contrastes en los cuales la convivencia supuestamente integradora siempre sale perjudicada. Qatar, acusada de ser el mantenedor del germen terrorista islamista ha visto como se puede hallar encerrada en sí misma con la ruptura de relaciones diplomáticas, comerciales, fronterizas, por parte de Arabia Saudí, Egipto, UEA, países todos ellos gobernados por musulmanes; en cambio, el Real Madrid elimina la cruz de su escudo cuando viaja por esos territorios y la FIFA remueve Roma con Santiago para darle a ese Qatar el mundial de futbol, aunque sea en Diciembre. Ningún país europeo ha seguido, por ahora, la senda de Egipto o Barein, a pesar de haber sufrido el zarpazo de Hermanos Musulmanes, del Califato o de Al Qaeda. No, Europa sigue en la creencia de que es posible modernizar una civilización que continua viviendo en la Edad Media, siendo modernizar sinónimo de democratizar. Una democratización que ellos, los sujetos pasivos de tal deseo, no aspiran a alcanzar porque su propia religión se lo impide. Donde religión y política y economía y familia y convivencia y justicia se confunden es imposible que brote ningún tomín de libertades democráticas al estilo occidental. Aunque hay que decir que ellos, sean o no fundamentalistas, lo tienen claro; el proselitismo islamista no tiene más límites que las páginas del Corán, aunque no todos los musulmanes deban ser considerados yihadistas ni tratados como tales. No, el problema no es el Islam, en sí mismo, sino la condescendencia occidental y su desidia a la hora de recuperar y defender sus esencias históricas, culturales, sociales y políticas. La tibieza de las palabras, hay que reemplazarla por la firmeza de las convicciones, con más osadía y menos pavura en las conductas. En otras palabras, mientras un imán se atreva a reclamar que los jugadores de fútbol no se santigüen al saltar a un campo de futbol porque hiere su sensibilidad, Occidente seguirá en la senda de perder su patrimonial civilización, inmersa en el relativismo y en una vacua identidad.






