Morreos con corrientes de aire

Los vejestorios somos gente que ya hemos visto todo aquello que teníamos que ver; por lo tanto nos dedicamos, mayormente, a ejercer de voyeurs: observando el trajín arriba y abajo de unas obras públicas; sollozando en las despedidas de familias y amantes en una estación de tren; viendo caerse un ciclista sin casco en su carril-bici; o bien mirando como el personal (con móviles y auriculares) se cuela en un autobús. El panorama de estas simples acciones se convierte en nuestro modo de finalizar una ya demasiado larga existencia.

En un anterior artículo, reflejé algo que la mayoría de los mortales no son capaces de observar; básicamente, porqué viven inmersos en una vida laboral y familiar agitada y rutinaria que no les permite amostazarse y, por lo tanto, no les deja espacio para la nada, para el vacío mental, para el sonambulismo del cerebro: describí el hecho de que las dos palabras más citadas en todas, todas, las ficciones dramáticas (cine, teatro, televisión) sean “¿estás bien?”. Fíjense atentamente y verán como esta pregunta aparece en toda película o serie de televisión que se precie en una gran cantidad de ocasiones (cuando el niño se marea, cuando el antagonista se cae de un balcón, cuando la secretaria bebe en exceso, cuando alguién dice algo sorprendente, etc.). La exquisita, delicada y original pronunciación que del idioma castellano se sirven los mallorquines, dan a la expresión “¿estás bien?” un énfasis muy particular, delicioso. Pruébenlo.

Ahora les brindo otro magnífico ejemplo de un fenómeno que tambien sucede en casi todas las ficciones televisivas y cinematográficas: si prestan atención, verán que en los morreos audiovisuales (hablo, esencialmente, de besos infieles o irregulares practicados con órgano lingüístico y con intecambio mutuo de abundante líquido salivar y gástrico) la cámara retrocede ligeramente – quiero decir que amplia su campo de acción- y nos plantea una probable y casi muy segura aparición de un tercer personaje, en el fondo de la acción, que observa, detalladamente, el ligero acto sexual, el clásico morreo universal; puede ser el padre, el marido, el cuñado, la amiga, la doncella o un hijo de otro matrimonio, pero alguna persona – no deseada- ha podido ver, en directo y en vivo, como dos seres humanos conglomeraban sus morros en aras de la búsqueda de un cierto sentimiento de placer.

Para el espectador, sobrepasar los límites de visión de los protagonistas besadores y ver al fortuito observador, es una salva de alegría y confianza: “ellos”, los morreantes, ignoran que alguien les ha cazado; pero “yo” sí lo he pillado. Normalmente, después de una escena de tal calibre, la acción da un giro copernicano que, naturalmente, el espectador ya intuye, lo que le da una cierta ventaja respecto al comportamiento de los tórtolitos de marras. Y eso mola.

Pues nada, que pasaba por aquí y me he dicho: “hazles saber a los lectores que estas cosas son moneda corriente en el engaño colectivo de la teatralidad audiovisual; y, así, ellos lo constatan, se regocijan y, en ocasiones, se mondan de la risa”.

Ahí se lo brindo.

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