Música que amansa a las fieras

Los alemanes son muy cucos, ellos.

Estos últimos días, a mediados de diciembre, he tenido la inestimable oportunidad de gozar de una serie de conciertos (de lo que se suele denominar -equivocadamente o no- como “música clásica”) en uno de los mejores recintos mundiales dedicados al disfrute de dicha actividad. Se trata del auditorio que la entidad Elbphilarmonie posee en la ciudad alemana de Hamburgo.

El edificio en sí, situado a las orillas de uno de los brazos del río Elba, es absolutamente impactante; a todos los niveles. Impresiona su belleza arquitectónica, su máxima originalidad y su configuración en el entorno urbanístico; todo, de lo más. Sus arquitectos, suizos, Jacques Herzog y Pierre de Meuron crearon la construcción de la sede de tal renombrada orquesta sobre un antiguo almacén de vastas dimensiones (conservado y renovado como base del edificio) y su estructura superior, totalmente acristalado, pretende “imitar” las formas de una vela izada, una ola del mar, un iceberg, o un cristal de cuarzo. El resultado, bellísimo. Parte del edificio está dedicado a un hotel de máximo número de estrellas lujosas. En su interior, dos salas de conciertos, dos auditorios: uno de medidas reducidas y el otro, el espectacular, diseñado para ofrecer grandes audiciones. Éste último -con capacidad para más de dos mil espectadores- ofrece unas vistas fastuosas, sensacionales y, por encima de todo, una sonoridad espléndida; su acústica es digna de todas las alabanzas posibles; el sonido llega a las butacas, a todas, con una limpieza y una resonancia brutal: el silencio se puede “oír”.

Pues bien, en estos dos recintos auditivos -sobre todo en el más amplio- he podido deleitarme con tres sublimes conciertos que han superado, con creces, mis generosas aspiraciones espirituales y, como no, musicales: el Mesías de Haendel, el concierto de violín y orquesta de Tchaikovsky y la cuarta sinfonía de Brahms. Una delicia.

La música clásica (la Música en mayúscula) es, en Alemania, más potente que una diosa griega. Para empezar, la educación musical escolar en este terreno es impecable. Además, entre la población general, el sentido musical (siempre en el aspecto clásico) se mastica popularmente como sus famosas salchichas: es un hecho cotidiano y casi rutinario; muy poca excepcionalidad. Se vive la “música” como el aire que se respira. La cultura musical está muy presente en una gran mayoría de teutones y, a la par, se muestra arraigada entre la ciudadanía. Mi padre -que vivió un par de años en Múnic, Baviera- solía decir que cualquier conductor de tranvía (por citar una profesión normal y digna, por supuesto) ejercía la música, vocal o instrumental, con más energía e ímpetu que el “mejor” de los músicos profesionales del resto del mundo.

Durante mi infancia (en la Escuela Virtelia de Barcelona) se potenciaba la enseñanza musical con la misma convicción y dedicación que cualquier otra materia educativa. Además, en mi caso concreto, tuve la inmensa suerte de convivir en una familia en la que la música fue un elemento de cohesión y convivencia absolutamente fetén; y disculpen ustedes, amables lectores, mi inmodesta inclusión e intromisión en estas lineas. ¿Soberbia, petulancia? Seguramente, ambas.

Se dice, vulgarmente, que la música amansa las fieras. Ya se que... del dicho al hecho etc. Un servidor cree, a pie juntilla, que la música (de nuevo, la “clásica”) serena el espíritu, aumenta el goce del alma, proporciona un placer inconmensurable a las personas y ayuda a la mentalización más profunda de la intimidad humana. Con la interpretación de “El Mesías” uno puede llegar a experimentar una ración de éxtasis insuperable.

No se yo si la música amansa a las fieras, pero si que tengo la seguridad de que puede alcanzar unos niveles de felicidad complicados de adquirir sin ella.

¡Que pasen ustedes unas felices Navidades!

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