A la tradicional clasificación de mano de obra cualificada y no cualificada de los trabajadores hay que añadir, con motivo del cambio social y económico producido en los últimos años, otra nueva categoría: la mano de obra sobrecualificada. Es decir, aquellos trabajadores con una formación superior a la exigida por su actual puesto de trabajo.
La consecuencia de poner a un ingeniero a servir menús en un restaurante o a un economista en la recepción de un hotel es clara: desmotivación y, con una alta probabilidad (y si el bolsillo lo permite), abandono. Si esa es la tónica común que encontrarán los candidatos en las diferentes selecciones para ocupar un puesto de trabajo, el abandono será de la ciudad e incluso, del país.
Estos años atrás, la mano de obra, sobre todo la joven, se ha formado y se ha sobreformado para tener más opciones y poder competir por los, cada vez menos, puestos de trabajo disponibles en el mercado.
El término “mano de obra” ha quedado desfasado. Es injusto y anticuado, propio de la época de la revolución industrial. Un trabajador no es ni “mano” ni “obra”. Es algo más. Es mano pero también es mente y participa no solo en la obra sino en multitud de procesos productivos, no solo de transformación sino también de servicios.
Quiero aclarar que la oferta de trabajo la conforman los trabajadores que ofrecen a la empresa o Administración sus capacidades y esfuerzo (físico e intelectual) a cambio de una remuneración. Las empresas son la demanda de trabajo. Una empresa no ofrece trabajo. Ofrece puestos de trabajo para ser cubiertos por trabajadores. A cambio les paga un salario.
La situación actual es consecuencia de que los trabajadores han hecho los deberes y han optado por la mejora continuada para aumentar su competitividad, mientras que las empresas poco han hecho por la búsqueda del valor añadido y la mejora de sus procesos.
En Balears, la sobrecualificación es menor que en el resto de España pero va en ascenso y no deja de ser un problema. Realizar tareas acordes a la formación, aunque es importante, no lo es todo a la hora de elegir el lugar donde echar raíces. Si a la sobrecualificación actual le añadimos el alto nivel de temporalidad en los contratos, los bajos salarios (por debajo de la media nacional, en Balears) y el elevado coste de la vivienda, tanto en propiedad como en alquiler, nos encontramos con un cóctel cuya deriva, en muchos de los casos, es la indeseada pero inevitable marcha hacia otro país con mejores condiciones laborales y económicas. Según el Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España (CJE), en Balears, una persona joven asalariada debería incrementar su sueldo un 183% para poder acceder a la vivienda en propiedad con plenas garantías de solvencia.
Consentir la fuga de talento es uno de los mayores errores que puede cometer el gobierno de un país. Según el CJE, el año pasado 21.976 jóvenes de 15 a 29 años y 14.263 de entre 30 y 34 años se vieron obligados a emigrar. ¿A alguien se le ocurre construir un chalet donde no había antes nada y regalarlo una vez acabado para que otro se aproveche de sus alquileres y del beneficio de su venta posterior? Eso es lo que ocurre con la inversión que un Estado lleva a cabo durante años en sus jóvenes, a los que les pone infraestructuras, conocimiento, tiempo, docentes, aulas, libros, laboratorios, becas, etc para que, una vez finalizados sus estudios se marchen a otro país que se beneficie de esa inversión en conocimiento. Y el año pasado, se "regalaron" más de 36 mil "chalets". Casi nada.
Si no se frena la tendencia migratoria de los últimos años, según el CJE, el coste, de aquí a 2024 ascenderá a más de 57 mil millones de euros, el equivalente a 14 veces el presupuesto de Sanidad para 2016. A ese coste, (ahora sí es un coste o, mejor dicho, un derroche, pero no una inversión), se le denomina daño emergente al que además, habría que añadir el otro gran concepto que no se escapa a juristas ni economistas aunque muchas veces se olvida: el lucro cesante, que es lo que dejamos de ganar por perder trabajadores: sus cotizaciones a la seguridad social, sus aportaciones vía impuestos por cobrar nóminas en otro país (IRPF), por comprar en otro país (IVA) y, lo que es más importante, en aplicación del conocimiento y, no digamos, si ese conocimiento se traduce en patentes o mejora en procesos que aportan ahorros a la comunidad empresarial o científica. Un país invierte y el otro recoge los frutos. Uno edifica un chalet y otro lo vende. Uno derrocha y otro hace caja. Un sinsentido.
Y luego dice el recién nombrado ministro de Exteriores y Cooperación, Alfonso Dastis, que irse fuera enriquece. En este caso, nos empobrece como país. Enriquecería si se saliera al extranjero a aprender y se trajera el conocimiento de los países punteros para aplicarlo aquí pero lo que está ocurriendo es que se aprende aquí y se benefician fuera. La única forma de frenar esta sangría es poner barreras de salida. No prohibiendo sino adoptando las medidas necesarias para hacer atractivo el mercado de trabajo. Ello frenará la fuga de talentos y posibilitará la vuelta del que se fue. Gobierno y empresas deben fomentar por la innovación y creación de empleo. Los gobiernos mediante políticas facilitadoras y los empresarios mediante la innovación de manera que se equiíbre la demanda de trabajo con la sobrecualificación de la oferta.








