Pitos y flautas

Estoy pasando un mes en una pequeña ciudad del norte de Finlandia, concretamente en Ívalo, en la región de Romanievi, justo en la enjundia de Laponia. Dos apuntes previos: hay nieve y los lapones son tan calcados entre si que es del todo imposible conocer la edad que tienen; entre los veinte años y los ochenta nada aparente demuestra su edad vital.

El motivo de mi trayecto hasta el septentrión europeo es haber ganado un concurso de una marca de chocolatinas (cuya empresa no revelaré por pudor publicitario) en el que se ventilaba como premio una estancia de un mes en un hotelito cercano a la fábrica principal de la industria chocolatera. Ívalo es un desierto nevado donde circulan renos en lugar de camellos y lapones haciendo el papel de bereberes. Casi no existen comercios, ni semáforos, ni aceras, ni bares, ni zonas azules, ni sex-shops (por cierto, sobre estos últimos:¿para qué los querrán si todos tienen igualdad de oportunidades siempre y en todo momento, de lunes a domingo?)

En Laponia no están, todavía, globalizados y por lo tanto no se enteran; quiero decir que hasta el Centro Polar Ártico no alcanzan las noticias ni mucho menos los rumores que desencadenan tantos quebraderos de cabeza al personal del resto del mundo. Pero -¡al tanto, sorpresa!- el conserje de mi hostal (conserje, recepcionista, camarero, hacedor de camas y rellenador de mini-bares, despertador y propietario único) me comunica que ha llegado a sus oídos –no me aclara de qué modo- algo muy gordo que ha ocurrido en una gran urbe del sur del continente. Parece ser que en un campo de fútbol, las masas asistentes han irrumpido en una estruendosa silbada durante la interpretación de una canción. Cree, el pensionista, el amo de la pensión, que tamaña demostración sonora debía ser a causa de cierto desencanto del público frente a la citada música. El lapón opina que tiene su lógica que si suena una canción que no es del agrado del respetable, la reacción sea la citada, la de silbar. Recuerda, el personaje, que por allá los años cincuenta actuó en Ívalo un grupo de rock incipiente; no gustó el estilo a los pastores de renos y renas y protestaron silbando. No pasó nada del otro mundo: los rockeros siguieron tocando y los pastores siguieron silbando. Le parece al hostalero que silbar es una defensa legítima del personal y una muestra lícita de la más elemental libertad de expresión. A los músicos de rock no les tiraron ningún reno muerto, ni huevos, ni tomates (son todos de exportación y bien onerosos), ni bengalas… y ni tan solo les ametrallaron o les lanzaron alguna granada.

No se, con exactitud, qué ha ocurrido en esta ciudad del sur, pero conociendo a los latinos, no me sorprendería que este hecho hubiera conducido a las autoridades a pronunciar condenas, desagravios, y amenazas de sanciones a particulares y a colectivos, así como aperturas solemnes de investigaciones de todo tipo. Insisto, no conozco cómo ha sido el tinglado pero mucho me temo que algunos gobernantes de las mesetas impongan la exageración más alarmante y antepongan el ridículo al savoir faire.

Ya digo: regreso a principios de julio y ya me enteraré de la noticia y, de paso, de lo que vale un peine; en Laponia no se utilizan estos artilugios, los peines: con el frío el cabello se alisa y se posa, amablemente, sobre sus cabezas.

Cuando a mi vuelta me haga una idea del percal, ya les contaré…

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