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Pobre Messi...!

De entrada, debo confesar que no soy especialmente aficionado al fútbol. De hecho, de entre casi todos los deportes existentes sólo me interesa el tenis; primero, por haberlo jugado durante muchos años y, en segundo lugar, porque me parece vistoso y emocionante cuando lo veo en televisión.

Lo que decía: el fútbol ni me apasiona ni tan siquiera me interesa demasiado; que me deja indiferente, ¡vaya! Otra cosa es que me sienta atraído y fascinado por el hecho de pertenecer, este deporte, a lo que se suele denominar como fenómeno de masas. Creo que la distinción queda suficientemente clara y transparente.

Con las excepciones correspondientes, el balompié -si me permiten el arcaísmo- es el deporte más practicado en el mundo y, seguramente, el más global. En más de tres cuartas partes del planeta, el fútbol es el deporte nacional por excelencia (en casi la totalidad de América del Sur, Europa, África y el oeste y norte de Asia). Le siguen -a mucha distancia- el cricket y el béisbol, aunque en Estados Unidos de América la cosa está entre el béisbol y el baloncesto, así como en China cuyo deporte más popular es el tenis de mesa (más conocido en nuestras lares como “ping-pong”. Dicho esto, queda claro que el dominio del fútbol en el mundo es arrollador e indiscutible, se mire como se mire.

A lo que iba: la cantidad de dinero que mueve el fútbol, a nivel global, es incalculable; el negocio va mucho más allá de lo que la mente humana es capaz de asimilar en condiciones de coeficiente medio. La cifras son astronómicas y la demanda es imparable.

La gente, el pueblo, la masa no se resigna a relegar este deporte-juego y paga, como espectáculo presencial o televisivo, una cantidad de pasta para que algunas personas se forren tan sólo con correr en un gran césped, entrenarse físicamente, intentar controlar una pelota redonda (sí, claro, redonda!), escupir a mansalva para regar la hierba y pasar el resto de sus horas libres -que son muchísimas- jugando a la Play Station en sus onerosas consolas, siempre calzando chancletas; eso sí.

En el terreno de las desigualdades económicas del mundo mundial, éste es uno de los casos más flagrantes que existen; después de la banca y la evasión de impuestos o las cuentas en Suiza. A mi, personalmente, me parece terriblemente escandaloso que los jugadores de fútbol (no todos, claro!) cobren unas cantidades de dinero vergonzosas y desorbitantes, sobre todo teniendo en cuenta en como está el patio actualmente. La pregunta es: ¿quién paga el pato? La respuesta es todavía más fácil: el sufrido espectador (o telespectador) y las grandes marcas publicitarias. El precio de las entradas en los campos de fútbol son crueles y despiadadas, principalmente en relación con el resto de los espectáculos, culturales o frívolos y, así y todo, los estadios suelen estar atiborrados en todas las jornadas y las cifras de audiencia (dinero contante y sonante) son de vértigo, de pánico, vamos.

No digo yo que algunos jugadores sean auténticos maestros en el arte de jugar con la pelota, pero hay que resaltar que, en el mundo del malabarismo o la magia no se giran, ni de lejos, los números que se mueven en este negocio deportivo. Ni los números ni los adjetivos dedicados a unos cuantos futbolistas de élite o de no tanta élite Los calificativos consagrados a Messi, para poner un ejemplo, son una sarta de insensateces que limitan de cerca con el ridículo: sin ir más lejos, llamarle “Dios” me parece un pelín exagerado, la verdad.

A algunos de ustedes les puede parecer un poco demagógico mi escrito; puede que tengan razón, lo admito pero el caso es que me siento indignado por tanta desigualdad y me parece muy poco loable la construcción de esta burbuja deportiva. Como contraposición a mi dosis de demagogia, les voy a recordar una anécdota sucedida durante la Guerra Civil en Barcelona: en el Gran Teatro del Liceo se produjo una asamblea con el objetivo de forzar una colectivización en el trabajo. Se aprobó un sueldo único para todos los trabajadores, cantantes incluidos. Al cabo de unos días de funcionamiento, un tenor de la época (el más famoso) comentó al comité de empresa la siguiente frase: “miren ustedes, a mi no me importa limpiar aseos, no me pasa nada ni se me caen los anillos, pero ya puestos y en favor de la igualdad total me gustaría que la señora de la limpieza saliera al escenario a cantar Aida”.

¿Y Messi? Pues nada, hombre, que se marche ya donde más le paguen y que deje de tontear con el Club que le ha mantenido a cuerpo de rey durante casi veinte años. Era el club de sus amores y repetía constantemente que se quería retirar -por fidelidad, no faltaría más- en su ya ciudad amorosa.

“¿Dios” se larga? Pues aquí paz y después gloria.

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