¿Puede la Iglesia reformarse?

Como vengo insistiendo en mis colaboraciones en DM y RD, la Iglesia se halla, en los inicios del segundo cuarto del s. XXI, en situación calamitosa, de grave crisis  de fe, de moral, de gobierno  y, por tanto, de credibilidad. Situación crítica donde las haya. Está llamada a reaccionar, a reformarse en profundidad, a liberarse de las muchas y poco evangélicas adherencias históricas que la han venido modelando.

El clima eclesial nuevo creado por Juan XXIII, refrendado, en algunos aspectos por el espíritu reformador del Concilio Vaticano II, se  vio, sin embargo,  neutralizado claramente por los pontificados restauracionistas de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (cf. Küng, Siete papas). El potencial y la energía que se atesoraba en la pléyade de grandes teólogos del momento se despreció al exigirles una ‘servidumbre obediente a la jerarquía’. La teología católica, en consecuencia, entró en declive.  Es cierto que “el estudio de la teología católica, como subrayó Hans Küng, resulta hoy escasamente atractivo para mentes libres y creativas”. El trato otorgado al gran teólogo suizo  (cf. Küng, Libertad conquistada y Verdad controvertida) es paradigmático de lo que representa el nada evangélico sistema de dominación romano en la Iglesia. ¡Una verdadera pena!

Francisco, no obstante las resistencias  que se le dispensaron, tuvo el coraje de proponer con insistencia un  nuevo estilo, desconcertante para algunos, pero muy coherente, esencial y vitalista. A él se debe el haber situado a Jesús y al Evangelio en el centro mismo de la Iglesia y de la vida de los cristianos. Orientación que, en sí misma, constituye una acción de reforma básica en la comunidad cristiana. Lamentablemente, creo que no se ha sabido entender. Sin embargo, es  la primera y gran reforma a realizar: la conversión personal, que modifica la propia vida (Mc 1, 14-15; Mt 4, 17; Lc 4, 14-15).

Ya, en 1953,  Yves Congar, en el Prólogo a Vraie et fausse réforme dans l’ Église, llamó la atención sobre un hecho trascendental, que sigue sin atenderse: “… la teología católica ha estudiado muy poco la vida de la Iglesia”. Todo ha tendido a contemplarse desde la óptica de la unidad/ortodoxia. No se consideraban las realidades cristianas ‘en el sujeto religioso’. Se ha venido analizando a la Iglesia como una institución, lo cual es cierto, pero apenas se veía ésta como comunidad y asamblea viva de fieles, individuos creyentes, fruto de su acción. Se  ha venido tratando en su esencia como inmutable, como si no estuviese en el tiempo. Una de las excepciones llamativas a este respecto fue el gran Cardenal Newman,  patrocinador de la idea del sujeto religioso y de su desarrollo histórico. 

Lo cierto es que ni antes ni ahora se ha optado ‘por hacer teología de la vida’. Así las cosas, seguimos con una desconexión real entre la elaboración teológica y la práctica de la vida cotidiana, esto es, la realidad de la existencia humana y su coherencia evangélica en el día a día. 

A todo lo anterior, se ha de añadir un límite explícito aparentemente insalvable: el depósito de la fe, la revelación. Al afrontar la cuestión del sacerdocio ministerial de las mujeres, y a pesar de su declaración programática al respecto (Evangelii Gaudium, nn. 103 y 104), Francisco acepta el criterio de Jan Pablo II y Benedicto XVI. La puerta, en consecuencia, está cerrada “y yo no  voy a volver atrás en esto”. No es ‘un capricho’. Pertenece al depósito de la fe. Está en juego la revelación (cf. Delgado, La despedida de un traidor, págs. 386-412) y el Magisterio jerárquico.

He aquí el  ‘punto doloroso’, el ‘punto débil’, conflictivo y más sensible de la situación. El núcleo del problema. ¿Acaso, se preguntó  unos años más tarde José María Vigil, “¿puede la Iglesia en torno a los asuntos de los que Dios ha hablado en el pasado decir algo distinto porque se han quedado anticuados?”. Se ha sugerido acudir al atajo del signo de los tiempos. Pero de inmediato se interpone una pregunta: ¿Se puede ser fiel, al mismo tiempo, al Evangelio y a los signos de los tiempos?  El papa argentino hizo una llamada potente a una vuelta a los inicios, al cristianismo primitivo. En tal caso, ¿cómo adaptarse a los saberes actuales sin quebrantar el mensaje de Jesús? Es más, si la propia Iglesia, actualmente, no cree que pueda cambiar, ¿qué se puede esperar en materia de reformas?  

Personalmente, no me resigno ni acepto la inscripción  de Dante en la entrada al infierno: ‘Abandonad toda esperanza’. Prefiero a Teilhard de Chardin, s. j., que dejó escrito:  "Toda nueva verdad nace como herejía, tanto más cuanto más nueva sea".

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