Puta vida

Mientras las cámaras registraban el forzado apretón de manos entre el democristiano Wolfgang Schäuble y el radical Yanis Varoufakis, el gobierno federal alemán estaba más preocupado por las meretrices que por el encontronazo de su ministro de finanzas con el homólogo griego.

Tras varios meses de arduas negociaciones entre los tres socios del ejecutivo germano: CDU, CSU y SPD han llegado este miércoles al acuerdo de que en los prostíbulos sea obligatorio el uso del preservativo.  El negocio de la prostitución genera unos 15.000,000.000 € (con tanto cero es más abultada la cifra) y lleva doce años regulado por una ley que reconoció derechos laborales y cobertura social a “las trabajadoras del sexo”,  pero también les obligó a pagar impuestos. Con antelación a la república teutona, Holanda ya había abolido cualquier represión y autorizado los burdeles al final del siglo pasado, reconociendo la actividad de quienes arriendan una vitrina del celebérrimo Barrio Rojo como la de cualquier otro autónomo que se busca la vida. En ambos países, donde la izquierda ataja los problemas sin rasgarse las vestiduras, el mayor escollo para su asunción social no lo fue la mojigatería o la moral calvinista de quienes perciben el coito sólo para procrear, siquiera la defensa feminista o la protección de su libertad, sino el derecho a la intimidad que se podía vulnerar al exigir, a quienes mercantilizan con los instintos básicos, un control médico obligatorio.

Esta nueva reglamentación, que rebaja hasta los dieciocho años la edad mínima para el ejercicio profesional de “hacer la calle”, considera que imponer protección física en las relaciones con chaperos, gigolós o rameras es una forma de dignificar el alterne y servirá para proteger a las mujeres de la explotación de los proxenetas y la trata de blancas. Lo que falta por saberse es cómo van a comprobar el eficaz cumplimiento de la medida y el tipo de sanción aplicable, que no promueva el oscurantismo y la especulación que subyace al morbo de lo prohibido.

España queda lejos de los ingresos que se mueven por centroeuropa, a pesar de que nuestro más conocido logro transfronterizo es el mayor lupanar del viejo continente, ubicado en la Junquera. Aún así,  la encuesta de salud y hábitos sexuales del INE, de hace una década, fija en 2,687.800 los usuarios esporádicos, mayoritariamente hombres entre 18 y 49 años, aunque reduce esa cifra de clientes habituales a 606.600 en el último año. Sin embargo, el organismo público admite que esa cifra “infravalora” considerablemente el consumo que –según las frecuencias calculadas por la Universidad de Valencia—podrían sumar más de 18 millones de servicios anuales.

Para hacernos una idea de la dimensión de este submundo, el Instituto de Salud Carlos III publicó hace unos días que Baleares ostenta el mayor número de pacientes con sífilis entre las diecisiete comunidades autónomas, sin que la VI flota americana pueda justificar aún tan alta ratio de enfermedades de transmisión sexual, o que el Grupo de Investigación de la Unidad Contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales (UCRIF) cifrara recientemente en más de seis millones y medio de euros la cuantía defraudada durante cuatro años por el propietario de una casa de lenocinio ubicada junto a Pere Garau.

Con este panorama y un censo que supera con creces en nuestro país el medio millón de escorts, masajistas y todo tipo de cortesanas en activo, sólo la crisis (como consecuencia del incremento de la oferta y la contención de la demanda) está logrando lo que la clase política no ha conseguido en décadas de desconcierto e hipocresía. Clubes, anuncios eróticos por doquier y una actividad frenética en polígonos, calles o carreteras no es ignorada por quienes tendrían la obligación de perseguir o regular lo que es una realidad, sólo invisible para quienes miran hacia otro lado. La argucias legales que algunos municipios emplean para reducir la presión vecinal no son eficaces para minimizar los daños colaterales de la prostitución, sino sólo quitarla de en medio, para que la venda vele nuestra conciencia.

Antes o después, el recurrente debate sobre las bondades de su normalización legislativa asaltará nuestros domicilios y recurriremos al disfraz de fariseo para criticar en público lo que consumimos en privado.  El gato no es menos felino sin su cascabel, por lo que no debemos retrasar excesivamente la localización de quienes no disfrutan de igualdad de derechos sanitarios o sociales ni comparten las obligaciones tributarias que nos exigen a los demás mortales.

Con el fin de evitar la transmisión de enfermedades venereas y los embarazos no deseados es muy recomendable la profilaxis, pero no nos pongamos el condón en la cabeza porque no nos dejará ver clara la dimensión de un problema que, por antiguo, no lo podemos condenar sine die al limbo de la alegalidad.

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