El género cinematográfico de las películas del oeste cuenta con grandes y reconocidos maestros como John Ford, Howard Hawks o Anthony Mann. Junto a ellos se suelen citar casi siempre otros grandes realizadores, como William A. Wellman, Robert Aldrich, Nicholas Ray, John Sturges, Delmer Daves, Sam Peckinpah, Henry Hathaway o Clint Eastwood. En esa lista de indudable prestigio podríamos incluir aún varios nombres más, pues han sido muchos los directores, incluido el italiano Sergio Leone, que a lo largo de su carrera rodaron en más de una ocasión algún gran western.
En ese contexto, uno de los nombres que no suele citarse casi nunca es, curiosamente, el de Ralph Nelson, a pesar de que en su momento rodó dos películas del oeste muy notables, «Duelo en Diablo» (1966) y «Soldado azul» (1970). La primera de ellas, además, se ha acabado convirtiendo con el tiempo en un pequeño clásico, con un grupo de fans cada vez más numeroso, entre los que decididamente también me encuentro yo.
El inicio de «Duelo en Diablo» es ya de por sí muy poderoso, sobre todo cuando empiezan a aparecer los primeros títulos de crédito y vemos entonces un impresionante zoom de retroceso aéreo que nos muestra las espectaculares montañas del estado de Utah. Todo ello, mientras de fondo escuchamos los primeros acordes de la extraordinaria banda sonora del gran músico Neal Hefti. El tema musical central de la película, muy hermoso y triste al mismo tiempo, parece avanzarnos ya a su manera que acabaremos siendo testigos de una terrible historia de enfrentamientos, odios y supervivencia.
Protagonizada por unos inolvidables James Garner, Sidney Poitier, Bibi Andersson, Dennis Weaver y Bill Travers, «Duelo en Diablo» fue una de las primeras películas del oeste en las que empezó a difuminarse la tradicional división entre buenos —los colonos— y malos —los indios—, mostrando una cierta ambivalencia en ese sentido. Hasta entonces, los niños de mi generación solíamos ver la mayoría de westerns sólo como un divertimento, sin ser del todo conscientes de lo que significaban el hecho de matar y la tragedia de morir. Por eso jugábamos de vez en cuando a indios y vaqueros, con nuestras estrellas de «sheriff», nuestras flechas y nuestras pistolas plateadas de juguete.
Gracias a la sombría «Duelo en Diablo» y a otros excelentes westerns en esa misma línea, como «Chuka» (1967) o «La noche de los gigantes» (1968), algo cambió para siempre en nuestra manera de ver las películas del oeste. Es cierto que antes de ver esos filmes de Ralph Nelson, Gordon Douglas o Robert Mulligan éramos ya conscientes del inmenso valor de la honestidad, el comportamiento ético, la lealtad o el respeto a la ley, pero a partir de entonces aprendimos también que la pérdida, el dolor, la soledad o el sufrimiento no están vinculados nunca a una nacionalidad específica o al color concreto de una piel.