Una de las curiosidades que nos ha ofrecido -y que sigue haciéndolo- el curso de la cruel pandemia es una evidente alteración en lo que a sonidos se refiere. Vamos a ver si soy capaz de explicarme, lo que, a veces, no resulta nada sencillo: en algunas ocasiones -más de las deseadas- uno observa algún aspecto que le llama poderosamente la atención (cualquier aspecto; no especialmente determinante) y, por causas desconocidas, se dispone a intentar narrarlo ya sea de modo oral (dirigido a algún otro mortal que se deje decir mansamente) o bien a través de la escritura también dirigida a otro tipo de público normalmente algo más numeroso. No siempre, el traslado del pensamiento examinado y apercibido al aparato comunicativo se produce de manera plácida y conveniente. En múltiples ocasiones, se produce un “corte” entre el análisis subjetivo de una persona sobre algo en concreto y el recibimiento de este mensaje por parte de la o las personas que lo perciben. La perfecta comunión entre el “mensajero” y el “recibidor” es harto complicada y, muchas veces, no se llega a producir correctamente. De ahí, la cantidad de malentendidos que se llegan a producir durante este intercambio. O sea que, vamos al grano; suerte y al toro. Y, por cierto, disculpen la espesa digresión.
Mi observación es la siguiente: durante las diversas fases de desconfinamiento dictadas por el estado de alarma para intentar frenar la pandemia del llamado Covid-19, ha habido, notablemente, un enorme descenso en los niveles acústicos habituales en los lugares públicos tales como calles, plazas, mercados, etc. Bien, esto es indiscutible. Lo curioso es que dada la citada reducción de ruidos producidos, generalmente, por la saturación de vehículos, multitudes humanas, transporte público, obras públicas, etc. el volumen de la voz humana no ha disminuido con la misma proporción que sería lógica; a menos ruido ambiental se debería constatar menos volumen de voz. Creo, vamos. Pues no señor. Resulta que la gente, en la calle sigue utilizando un tono de voz elevadísimo como si se tuviera que “luchar” contra el ruido general. Las personas se siguen hablando entre sí a grito pelado, tal y como lo suelen hacer cuando se dirigen a un turista extranjero. Este fenómeno, escuchado desde una terraza silenciosa es, como mínimo sorprendente. Digo yo que esto se debe a lo acostumbrado que está el oído a un determinado volumen y a lo complicado que debe ser bajar el nivel habitual después de años y años de funcionamiento práctico.
En otro estado de cosas -pero dentro de la misma temática auditiva- me permito destacar otro fenómeno que sucede en el campo deportivo y, más concretamente, en el mundo del fútbol profesional. Debido a la prohibición de jugar partidos durante el curso de la pandemia (por las normas de seguridad sanitaria) la televisión no ha podido retransmitir este tipo de espectáculos. Esto ha sido así hasta que la Liga alemana ha reiniciado, en aquel país, su campeonato; eso sí, con los campos a puerta cerrada, dígase pues sin espectadores en las gradas. Por curiosidad, quise contemplar uno de esos enfrentamientos entre dos equipos germanos retransmitido por televisión en directo riguroso. Mi decepción fue tremenda (eso sin contar con mi nula afición por el llamado “deporte rey”; o, por lo menos, mi escaso interés). Me di cuenta de la colosal frialdad que se producía sobre el terreno de juego. Sin los habituales griteríos del público, el juego transcurría de modo soso, insulso, vacuo, desaborido; solo el sonido de algunos jugadores pidiendo la pelota. Nada. Ya no digamos, cuando de produce un gol: ni voces de alegría, ni cánticos, ni abrazos entre jugadores, ni nada de nada. Pura filfa.
Creo -lo he escuchado por radio- que se han suprimido, de golpe y porrazo, los escupitajos de los jugadores a la sufrida hierba del campo. Debe ser a causa de la pandemia, también, por lo que pienso que, sin los jubilosos gargajos -tan necesarios para el desarrollo del juego- lo que vemos ya no es fútbol ni es nada que se le parezca.