—Hallemos (...) el alcázar —replicó don Quijote— (...) Y advierte, Sancho, o que yo veo poco o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.
(...)
Guió don Quijote, y habiendo andado como doscientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.
No lo digo yo, es un diálogo entre Don Quijote y Sancho en el capítulo IX de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.
El diálogo que presenta Cervantes supone en principio una literalidad de la situación que estaban viviendo los protagonistas de la obra magnánima de las letras castellanas. En efecto, en la búsqueda de la imaginaria morada de Dulcinea, don Quijote y Sancho Panza se habían topado cabalgando con la iglesia del pueblo. Sin embargo, a pocos se les escapa que el trasfondo del diálogo era una crítica velada a la situación de la Iglesia a principios del XVII.
La Iglesia –como denominamos por sinécdoque al gobierno eclesiástico de los practicantes de fe católica- arrastra la imagen de ser un ente con los peores defectos de toda organización política. Paradigma de la incongruencia, su cúspide ha estado siempre envuelta de vanidad, luchas de poder y poca observancia a los Diez Mandamientos. Ha vivido sin rubor momentos de auténtico esperpento como por ejemplo el juicio al papa Formoso corpore insepulto nueve meses después de su muerte. Por supuesto fue condenado. Desconocemos qué dijo en el turno de última palabra.
Los miembros seculares y regulares de base, cuya mayoría se caracteriza por trabajar en el barro a favor de los más desvalidos, tienen que contenerse ante mandatarios que no superarían ninguna ordalía pues poco representan la caridad, la humildad, la pobreza, la fraternidad y la obediencia.
Algunos, además de ser unos fantasmas son también torpes, como es el caso del nuevo cardenal Fernando Sebastián, a quien parece importarle poco la aplaudida línea marcada por su amigo el papa Francisco y vuelve a la carga definiendo la homosexualidad como una enfermedad curable.
Y otra: recientemente, ha salido a la luz pública que un párroco español negó la primera comunión a un niño con un alto grado de discapacidad mental. El argumento era que su condición no le permitía aprender el catecismo. Vale, aceptamos. Lo que no se entiende es que la Iglesia nos diga que los niños con malformaciones tienen que venir al mundo porque evitarlo es matar, pero luego un cura no permita a Perico participar de los sacramentos.
No soy partidaria de que la Iglesia de Roma venda todo su patrimonio y reparta el dinero, al fin y al cabo, todo el arte generado en torno a la fe católica es de valor incalculable y bien merece ser protegido. Simplemente, pido correspondencia entre el evangelio que se predica y la manera de vivir y actuar de los individuos que la representan. Tenemos derecho a pedirlo. Los ‘simpáticos’ convenios de España con la Iglesia nos dan autoridad moral para demandar que baje de una vez el nivel de pitorreo.
Corolario: Siempre pagan justos por pecadores