Suma y sigue

1996: Aznar triunfante. Madrid, calle Génova. Multitud vociferante que corea: “¡Pujol, enano, habla Castellano!” Todavía faltaban dieciocho años para la confesión del President sobre su patrimonio. Faltaban diez años para que M punto Rajoy iniciara la recogida de firmas contra el Estatuto de Catalunya. Diez de mayo del 2006: el Congreso de los Diputados aprueba, con recortes, el nuevo Estatut. Dieciocho de junio del mismo año 2006, Catalunya, en referéndum, aprueba el Estatut; 73,9% lo apoyan (tres de cada cuatro). Treinta y uno de julio del 2006: el Partido Popular recurre el texto ante el Tribunal Constitucional. Estalla la guerra.

Dos consideraciones básicas: el asqueroso griterío de la masa Popular bajo el balcón de Génova no deja lugar a dudas: odio contra el Presidente de una de las más antiguas naciones de Europa y -por si fuera poco- odio maligno contra la lengua sagrada de millones de personas que la han mamado desde hace más de mil años. Desprecio por un bien de la Humanidad y tendencia clara hacia un genuino genocidio cultural de primera magnitud. Los vociferantes: perfil de enorme incultura, desconocimiento supino de la realidad y romanticismo nacionalista ibérico de corte “a por ellos” (olé el Descubrimiento y olé la chulería patria y la Legión del ejemplar Millán Astray, comprensiva y tolerante).

Estamos en el mismo sitio: España (el Estado español) no mueve ni un dedo, muerde sin compasión y no muestra ninguna idea positiva para intentar una posible convivencia o lo que se llama, eufemísticamente, un mínimo encaje. Ahora resulta que hay personas, nobles, en la cárcel, acusadas de delito de rebelión cuando entre las organizaciones de sus actos no se ha producido ni la más mínima acción violenta. ¿Rebelión totalmente pacífica? ¿Alguien me puede explicar cómo se come esto? Ni un solo papel en el suelo en ninguna de las enormes y colosales manifestaciones pacíficas que se han ido sucediendo a lo largo de los últimos años; ni un solo contenedor quemado; ni un solo rasguño. Sólo sonrisas e ilusión por un simple voto contra porras puramente represivas. ¿Rebelión? ¡Por favor!

En mi servicio militar me instruyeron, machaconamente, en la idea de que “no basta con ganar; hay que humillar al enemigo”. Sabio consejo, compendio de piedad, clemencia y compasión. En eso estamos.

Mis experiencias vitales y profesionales (muchísimas) con la gente española han sido siempre un ejemplo de magnífica convivencia y mutua comprensión. Ningún problema. Otra cosa es el Estado.

Unas determinadas personas (algo más de dos millones) se han hartado de la prepotencia y la intolerancia de un Estado rancio y casposo. Se quieren marchar. Nunca se han creído lo de la sagrada unidad de España. No va con ellos. Son gente pacífica, no violenta. Puedo entender la importancia de la economía catalana como motor español y la rabia que puede proporcionar dejar de solidarizarse, obligatoriamente, con el resto del Estado. La solidaridad tiene que ser voluntaria para no restarle su sentido.

Creo que falta respeto y tolerancia. Y más comprensión y actitud abierta para entender que existe gente que opina de manera distinta y tiene otros anhelos que los de otras partes del país.

De todos modos, la España profunda es la España profunda. Creo que nadie que opine distinto puede llegar a creer en un cambio de actitud. Son demasiados años, siglos.

No hay nada que hacer.

¡Lástima!

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