Hasta la llegada de la pandemia, sólo había usado mascarilla en una sola ocasión. Fue hace ya casi cuarenta años, cuando mi hermano Joan y yo rehabilitamos y pintamos la casa de un muy buen amigo que vivía en Son Sardina.
Si la memoria no me falla, que a veces me empieza a fallar un poco ya, creo que compramos nuestras mascarillas en la mítica Ferretería Mateo, en la Porta de Sant Antoni.
En aquella época, yo creía que existían esencialmente sólo tres tipos de mascarillas, las que usaban los médicos y los enfermeros en los quirófanos, las que empleaban los técnicos de mantenimiento en las obras y las que llevaban algunos turistas japoneses de viaje por Europa para protegerse de la contaminación atmosférica.
Pero a partir de marzo de 2020 casi todos descubrimos que, en realidad, existían muchos tipos y modelos de mascarillas y también que unas protegían o aislaban algo más que otras. Así, en muy poco tiempo aprendimos a distinguir, por ejemplo, entre mascarillas desechables y reutilizables, con filtro o sin él, de tela o de papel, sanitarias o higiénicas.
Por diversas razones que hoy conocemos bien, en aquellos días de marzo fue casi imposible para muchos de nosotros poder comprar u obtener una mascarilla. En mi caso, no pude conseguir mi primer cubrebocas hasta principios de abril. Me lo regaló de forma inesperada un cocinero que trabajaba en un establecimiento de comida para llevar, al que yo equiparé, agradecido, con el buen samaritano bíblico.
Aún tendrían que pasar varias semanas hasta que pude adquirir finalmente varias mascarillas en una farmacia próxima a mi calle, por lo que entre un momento y otro no me quedó más remedio que usar aquel primer cubrebocas de manera bastante asidua, aun sabiendo que su protección real era cada vez más limitada y menos efectiva. Pero aun así, lo cierto es que cumplió su función, contribuyendo a evitar que yo me contagiase del Covid o que pudiera contagiar a otros.
Creo que ese fue el principal motivo por el que en aquel momento decidí conservar en casa y no tirar lo que inicialmente sólo había sido un obsequio con fecha de caducidad hecho por un buen samaritano.
Decidí guardarlo en una caja en donde había ya una camiseta del Athletic Club que me había regalado el padre agustino Benjamín cuando yo era un niño y una camiseta comprada y firmada por mis compañeros —y amigos— del aeropuerto cuando en 1999 me marché voluntariamente de Son Sant Joan tras haber trabajado allí diez años como coordinador de vuelo.
Algo más de un lustro después, todavía sigo conservando hoy ambas camisetas y aquella primera mascarilla; en el caso del cubrebocas, seguramente no sólo para que no se me olvide nunca lo que supuso en todo el mundo la pandemia del coronavirus, sino también para tener siempre presente a las miles de personas que pusieron en riesgo sus propias vidas para que nosotros pudiéramos salvaguardar o preservar las nuestras.