A lo largo de estos últimos años en segunda división, los jugadores del Mallorca han sido frecuentemente acusados de no adaptarse a la categoría. No es una acusación baladí pero quien la ejerce soslaya el nivel de los dirigentes, la sociometría del club y la calificación de la afición propia. No es sólo el equipo el que milita en Segunda, por otra parte la más habitual en la centenaria historia que ahora se celebra y que algunos, errónea y subrepticiamente, quieren reducir a la edad de oro de las dieciséis temporadas en Primera, sino la institución como tal. A mayores, si la plantilla compite en el escalón intermedio del fútbol español, grabado en plata, sus dirigentes han seguido aparcados ya no en el tercer peldaño del pódium, sino bajo mínimos y rozando los límites regionales.
Hasta que los seguidores mallorquinistas no asimilen que todos están en el mismo barco y que la recurrente cancioncilla del ascenso equivale a vivir al margen de la realidad, será muy difícil escalar posiciones. En un estadio con capacidad para veintitrés mil espectadores, que no se ha llenado nunca, las mejores entradas de la temporada apenas superan las trece mil almas y la media ronda las nueve mil. Pero no es únicamente una cuestión de cantidad, sino de conciencia y consciencia. Este mallorquinismo rancio es el que ha aceptado el control del club por parte de negociantes ajenos al sentimiento y verdaderos neófitos o ignorante, hablando en términos de fútbol profesional. Ser mallorquinista no consiste sustancialmente en apoyar con mayor o menor ahínco a un equipo mejor o peor, sino que exige el ejercicio de un poder suficiente con el que se habría evitado el divorcio social que ha lastrado la supervivencia del club. Para que nos entendamos, mientras han gobernado los anteriores accionistas, Son Moix ha debido quedar vacío. El escaso apoyo recibido ha resultado contraproducente y ahondado en la separación existente entre el club y la mayoría social que debería sostenerlo.
Así que la reconquista de la primera división es una responsabilidad que excede las funciones de la propiedad y recae en todo el resto del entorno: penyes, medios de comunicación, abonados, jugadores, técnicos y simpatizantes, sin sortilegios ni amores mal entendidos o, sobre todo, manifiestamente interesados.