En efecto, una cosa son las personas, otra su conducta sexual y otra sus opiniones sobre la sexualidad. A la persona hay que respetarla siempre; y respecto a ella no caben discriminaciones de ningún tipo. Las conductas sexuales, por el contrario, son respetables si no incurren en materia delictiva pero no es discriminatorio un juicio crítico sobre ellas. Respecto a las opiniones en materia de sexualidad, se aplica la libertad de pensamiento e ideológica sin más límites que los generales de estas libertades.
Rechazo toda discriminación legal a las personas por su conducta sexual (salvo delitos como la pederastia) o ideas al respecto, pero no podemos aceptar que se nos imponga a todos ni la adhesión a una concepción de la sexualidad concreta ni que se obligue desde el poder a hacer visible una forma de entender la sexualidad ni que se nos imponga a todos la presencia del colectivo LGTBI y sus asociaciones en todos los ámbitos de la vida social.
El movimiento LGTBI tiene una determinada visión de la sexualidad (la llamada “ideología de género”) y pretende que se identifique el rechazo a esta ideología como discriminación de las personas que adecuan su conducta sexual a esa ideología o la defienden. Las leyes que comentamos hacen suya esta trampa estratégico-política del lobby LGTBI y así hacen posible la discriminación legal de todos los que no coinciden con la ideología del lobby LGTBI
Al caer en esta trampa, esta ley se convierte en una amenaza para todos los que libremente no comparten la visión de la sexualidad de la ideología de género del movimiento LGTBI.
La discrepancia con estas leyes se basa, no en opiniones sobre la homosexualidad, sino en que vemos en ellas una amenaza fundada al ejercicio de derechos constitucionales básicos por parte de quienes no nos identificamos con el pensamiento LGTBI y por ello una ley profundamente injusta.





