La vida en general, pero en especial la vida humana, es siempre un misterio. Un misterio para nosotros mismos y al mismo tiempo seguramente también para los demás.
En ese misterio juegan además un papel muy determinante el azar o la suerte, pues para que cada uno de nosotros pudiera finalmente nacer, tuvieron que producirse previamente miles de millones de casualidades —o de causalidades— muy concretas.
Todas esas circunstancias acabaron derivando un día en el hecho de que nuestros respectivos padres se conocieron, se gustaron, se hicieron novios, se pelearon, se reconciliaron, terminaron casándose, decidieron tener hijos y vivieron una noche de pasión —como mínimo—, a raíz de la cual nacimos luego cada uno de nosotros unos nueve meses después.
Teniendo en cuenta todos estos antecedentes más o menos venturosos, podríamos añadir que cada vida humana es también, en cierta forma, un regalo, un regalo inesperado, que sus beneficiarios actuales no pedimos, esencialmente porque aún no estábamos en disposición de poder hacerlo.
Es cierto que, en ocasiones, podemos llegar a criticar o incluso a cuestionar muy seriamente ese regalo, sobre todo si el dolor, la tristeza, la soledad o el sufrimiento nos cercan durante demasiado tiempo o acaban quizás adueñándose finalmente por completo de nosotros.
Pero aun así, lo más habitual es que amemos vivir, que amemos la vida, que amemos cada día que existimos, con sus buenos y sus malos momentos, y que temamos a la muerte, aun sabiendo que aunque tuviéramos la suerte de poder disfrutar de la vida más longeva y más plácida posible, hay siempre un futuro, un mañana, en el que ya no es posible estar físicamente, en el que sabemos que ya no estaremos.
En ese sentido, suele repetirse, con razón, que nuestra prioridad no debería de ser la de intentar vivir más casi a cualquier precio, sino la de intentar vivir mejor, más plena y conscientemente.
Vivir mejor sería en este caso poder amar y ser amado, no perder nunca la curiosidad por el mundo, sus cosas y sus gentes, disponer de los recursos mínimos necesarios para poder vivir dignamente o residir en un país en el que la defensa de los derechos humanos, la educación, la sanidad o los servicios sociales sean siempre una prioridad, gobierne quien gobierne en cada momento.
En esa vida buena, el arte tendría también un papel fundamental, como mostró muy bien el maestro Woody Allen en una de mis películas favoritas, Manhattan, que contaba entre sus protagonistas con la maravillosa Diane Keaton.
En esa obra maestra, el personaje de Allen se preguntaba en un momento determinado cuáles serían las cosas por las que valdría la pena vivir.
«Hay ciertas cosas que hacen que valga la pena», decía, y citaba once exactamente: Groucho Marx, Willie Mays, el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter, Louis Armstrong y su grabación Potato head blues, algunas películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra, las manzanas y las peras de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo y el rostro de su amada, que se llamaba Tracy en ese filme.
Estoy casi seguro de que la mayor parte de nosotros debe de disponer también de su propio listado, en el que se fundirían lo artístico y lo vivencial. En el mío estarían, por ejemplo, cualquier bolero de Eydie Gorme y Los Panchos, el chocolate a la taza, el sol después de la lluvia, la lluvia después del sol, la brisa, los árboles, los copos de nieve, un paisaje en otoño o ciudades como París, Praga, Venecia o Nueva York.
En mi listado estarían igualmente el olor del azahar, de la hierba mojada o de un perfume, así como también el color del amanecer o la luz del crepúsculo, el misterio y el silencio de la noche, junto con el cielo, las estrellas, el mar, la ilusión de un niño, la sensatez de un adulto o la serenidad de una persona mayor.
Y estarían asimismo en esa lista seis verbos: escuchar, aprender, sonreír, pensar, imaginar, soñar. Y seis conceptos: la amistad, la ternura, el deseo, la caricia, el afecto, el amor.
Pero más allá de todo lo expuesto hasta ahora, creo que habría aún una razón más para vivir, que descubrí en un precioso artículo de Miguel Dalmau publicado hace ya algunos años en Diario de Mallorca y titulado 'El dolor prestado'. Ese excelente texto transmitía, a pesar del título, un mensaje de apoyo y de empatía hacia las personas que sufren, y también un mensaje de lúcida esperanza.
El artículo de Dalmau concluía con una historia personal que le había contado en cierta ocasión el gran ensayista Pedro Laín Entralgo, que resumiré aquí muy brevemente.
Contaba Laín Entralgo que un doctor visitó una mañana a una mujer mayor que estaba ingresada en un hospital, gravemente enferma y con grandes dolores. El doctor le dijo: «Lo siento, ya sé que está vida no es vida». Y la mujer, con una gran ternura, le respondió: «Sí, pero es tan lindo ver vivir a los demás...».