Viejos entre euros y pesetas

"Hemos dejado de hacernos mayores: ahora, simplemente, somos mayores”, ha dejado escrito Gregorio Morán, periodista y escritor a ratos brillante y a ratos opaco: entre una rendija y un biombo.

A las personas plenamente capacitadas para ejercer la vejez con una cierta dignidad y una ristra de años encima, nos molestan enormemente los eufemismos. Digamos que nos resistimos a ser ancianos; o por lo menos, a que nos llamen así. Preferimos ser, directamente, viejos: condenadamente viejos. Actualmente, lo viejo deriva a una adjetivación netamente peyorativa que mantiene un ensamblaje con la palabra y la idea de caducidad. Caducidad vital: inmensa receta sobre el final de las cosas, se llamen yogures o seres humanos. Y es cierto ¡qué caramba! Estamos más cerca de la clausura de un ciclo biológico (tal como las hortensias) que de aquel concepto o período de tiempo que nombraron como “Renacimiento”.

Los viejos propulsamos una cierta tendencia a la inutilidad. Procuramos no molestar al personal: nos agachamos suavemente – más que nada para no pillar la última hernia- y, por encima de nuestros decrépitos esqueletos (casi cadavéricos) nos pasan, como los caballos de Atila, las nuevas generaciones (y no solamente las del PP). Vienen, los sucesores naturales, como una panada, rellenos de tecnología y ambición; es lo que tiene la puta biología: del primer llanto y la recién estrenada risa al patetismo más salvaje.

Los viejos, en su momento, cambiamos la peseta por el euro con una enorme serenidad y sin temblor de miembros. Para los independistas catalanes –que ya los había, créanme – fue un auténtico aliciente pasar de una moneda “solo” española (aunque de raiz etimológica claramente catalana…) a un dinero europeo: ¡un fardo menos!

Sí, los viejos cambiamos de moneda olvidando demasiado repentinamente el valor de las cosas y la aplicación de los precios. Ahora, hoy, la distancia entre las prestaciones que ofrece el dinero comunitario respecto a la equivalencia con la peseta crea una situación de desequilibrio tal que, mentalmente, hemos regresado a contar en pesetas aunque paguemos en euros.

Acabo de encontrar en un cajón – viejo, también- el recibo de una gasolinera en el lejano 1970: depósito de mi coche lleno a rebosar, 35 litros, 1’48 €.

Moriremos con los euros puestos.

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