La violencia contra los profesionales que trabajan en el ámbito sanitario se ha convertido en un mal crónico de nuestra sociedad. Médicos, enfermeras, auxiliares, administrativos, celadores… Da igual la categoría laboral y el trabajo que desempeñen, todos son víctimas de esa ira incontrolada que parece haberse instalado entre nosotros. La falta de respeto y de educación, la exigencia de derechos y la ausencia de deberes están en todos los ámbitos de la vida cotidiana, pero se hacen especialmente graves en el campo de la salud, donde los contratiempos se saldan con insultos y puñetazos. No negaré que hay profesionales que no deberían estar en los puestos que ocupan, que su trato no es el más adecuado y su sensibilidad ante los pacientes, nula. Pero eso no da derecho a emprenderla a golpes con el primero que llega, a exigir que se nos atienda los primeros; sin presentar una urgencia vital; a pasar por encima de todos; a insultar a quienes nos intentan explicar la situación; a golpear a los que no nos dan el medicamento que queremos; a romper el mobiliario porque no nos gusta la decisión del médico, o a agredir a cualquiera de estos profesionales, que, como los demás, están allí para ganarse la vida e intentar hacer las cosas lo mejor que saben y pueden. La situación ha llegado a extremos tales que las medidas no sólo son necesarias y urgentes sino que hay que actuar de inmediato. La Administración tiene que hacerlo, porque su obligación es garantizar la seguridad de los trabajadores y muy especialmente de los que trabajan para ella. Y la sociedad tiene que reflexionar, asumir responsabilidades y desandar este camino que sólo nos lleva a generar cada vez más violencia.





