Cada año, al llegar estas fechas, mis amigos del interior de Mallorca suelen enviarme fotografías en donde aparecen ellos mismos llenos de felicidad posando en paisajes totalmente nevados.
Bueno, la felicidad la intuyo, porque para protegerse de las inclemencias del tiempo suelen llevar el rostro más cubierto que los saltadores de esquí en el tradicional Torneo de los Cuatro Trampolines de Año Nuevo.
Esta invernal semana, mis queridos amigos han cumplido una vez más con aquel ritual fotográfico, al que yo no he podido corresponder como hubiera querido, pues en Palma a lo máximo que hemos llegado estos días ha sido a un poco de granizo en Sa Cabaneta o en Es Pil·larí.
En cierto modo, ver nevar en Palma es igual o más difícil que ver a dos españoles de ideologías diferentes hablar sosegadamente de política, así que aún recuerdo la última vez que nevó aquí con una cierta intensidad.
Fue en un anochecer de febrero de hace ya algunos años. Yo estaba ya en casa cuando empezó a nevar. Me hizo tanta ilusión poder ver la nieve, que durante un rato dejé todo lo que estaba haciendo y me acerqué fascinado a la ventana, como cuando era un niño.
La luz de las farolas iba iluminando los copos que iban cayendo sobre la acera, sobre el asfalto o sobre los coches, a veces poco a poco y otras veces con algo más de ímpetu.
En esos momentos, pude ver a varios vecinos de las fincas próximas asomados a los balcones, contemplando también con una especial ilusión aquel hecho tan poco frecuente en nuestra querida ciudad.
Mientras nevaba, me preguntaba qué deben de sentir las personas que viven en zonas en donde los inviernos son especialmente duros y en donde nieva con una cierta frecuencia. ¿Les debe de gustar esa circunstancia? ¿Tal vez les sea casi indiferente? ¿Es posible que a veces incluso les canse ya un poco?
Me ayudó a salir de aquellas blanquecinas dudas la posterior lectura de un poema bellísimo del gran escritor ruso Borís Pasternak, titulado precisamente así, 'Cae la nieve', que al mismo tiempo es también una brillante reflexión sobre el paso del tiempo.
«Cae y cae la nieve./ Hacia las estrellitas blancas/ que la tormenta lleva aquí y allá, se extienden/ las flores del geranio en la ventana», leemos al principio del poema, que continúa con varias estrofas en donde percibimos con claridad el amor de Pasternak por la nieve.
«Porque la vida no espera. Un instante,/ y ya es la víspera de Nochebuena./ Luego, un breve paréntesis, y observa:/ El Año Nuevo que de pronto llega», nos dice un poco más adelante el también autor de El doctor Zhivago, para concluir: «¿Tal vez un año a otro año sobreviene/ como cae la nieve/ o como las palabras de un poema?».
Así, con esa lectura poética, fue como descubrí que en casi todas las latitudes la nieve es siempre bienvenida, aunque a veces nos pueda obligar a circular con cadenas, con snow tracs o con trineos.
También gracias a Pasternak, a otros poetas y, por supuesto, a mis fieles amigos del interior de Mallorca, corroboré que la nieve nos recuerda invariablemente el paso de las estaciones y del tiempo, del mismo modo en que nos hace pensar también en nuestras propias vidas, en las cosas que pasan y en las que quedan, en las que tienen un principio y quizás también un fin.





