Yo soy un discriminador

Y usted. Y todos. Afortunadamente, todos discriminamos. Porque todos tenemos preferencias. Porque para nosotros, nuestra familia está primero; después, segundos, tal vez amigos, tal vez conocidos, pero antes que los terceros, que conforman un círculo más alejado. Y después, los demás, pero también según nuestras preferencias y simpatías. Es condición del ser humano: los más cercanos, más preferidos. Es sonreír a quien me cae bien y ser cortés pero frío con quien no. Es atender una llamada y no otra. Es preocuparme por unos y no por otros. Es discriminar. Pero esto, para el Gobierno, tiene que ser cosa del pasado. La ministra Pajín está preparando un proyecto de ley que pretende acabar con la discriminación, lo cual es simplemente imposible e, incluso, absurdo. Por supuesto, todos deberíamos valorar a cada uno según criterios ecuánimes; por supuesto que el sexo o la raza o la nacionalidad no deberían ser motivos para excluir. Pero, pese a que las cosas deban ser así, los límites son extremadamente borrosos. Pajín ha decidido que se acabó la discriminación; que, por ejemplo, uno debe alquilar su piso a cualquiera, sin que podamos elegir. Yo comprendo qué es lo que pretende el Gobierno, pero también comprendo que se están metiendo en un terreno donde todo es subjetivo, donde es muy difícil delimitar las fronteras, donde, al final, todo quedará en manos de la arbitrariedad. Y más, si la Ley exige al acusado que tenga que aportar las pruebas de que no ha discriminado. Otro pantano.

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