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Acabó la emergencia por la Covid

Tres años y tres meses ha durado la emergencia sanitaria por la pandemia. Cuando el 30 de enero de 2020 se decretó la emergencia internacional no sabíamos qué nos depararía el incierto futuro. El susto estaba dentro del cuerpo. Unos tenían más y otros menos. Unos dudaron y otros no. Unos se inocularon por convicción, otros para poder celebrar la Navidad en los bares, la mayoría por poder trabajar y otros no se inocularon jugándose el tipo ante la más que certera muerte, según decían "expertos" de chichinabo en pseudotertulias televisivas.

Estos tres años deberían invitarnos a reflexionar sobre muchas de las circunstancias vividas y aprender para la próxima. Porque, no lo duden, va a volver a venir otra nueva pandemia. Lo han anunciado los de Davos. Y será más agresiva. Ríanse del susto que nos han metido en el cuerpo con ésta.

No me digan que no hay que venir llorado a esta vida. Si una pandemia no arrasa con tu vida, lo hará el clima, primero congelándonos por el efecto invernadero y más tarde abrasándonos por el calentamiento global. Lo del asteroide, las llamaradas solares o la guerra nuclear lo dejamos para las portadas de esa revista que anticipa todas las catástrofes. A tenor de sucesivas portadas hablando de hambrunas y desastres, parece como si sus todopoderosos dueños tuvieran una deliberada intención en tenernos asustados.

Para que no nos pille por sorpresa la pandemia que venga, vale la pena hacer un repaso de lo que estos tres años y tres meses de emergencia sanitaria nos han deparado.

Lo primero que llama la atención es que los no inoculados no se han muerto en tropel como predecían los agoreros.

Lo segundo es que el virus no debía ser tan grave como decían si las mascarillas usadas nunca se han tratado como un residuo biosanitario ni se han creado protocolos ni contenedores específicos para su recogida y eliminación. Las calles han estado plagadas de ellas por gente que ha hecho gala de civismo llevándolas puestas a todas partes y también de lo contrario, tirándolas en las aceras.

Lo tercero es que se ha censurado cualquier voz que difiriese de la oficial, no apareciendo en debates en televisión o expulsando del colectivo médico a los que han opinado diferente. Recuerden que la ciencia es puro debate y puesta en común de puntos de vista diferentes. O eso era hasta ahora.

Recuerden también cuando en la cuna de la democracia y el debate como es el Parlamento se coló en una Comisión de Investigación una voz cualificada aportada por PSOE y Podemos como la del profesor Joan-Ramon Laporte Roselló que desmontó muchas de las afirmaciones dadas por el discurso oficial. O cuando Aarón García Peña en su programa de Radio Nacional de España criticó la falta de libertad y la desaparición del espíritu crítico durante la pandemia con aquél famoso "y tú poeta, te mantuviste callado". O cuando el mes pasado fue expedientada por el Colegio de Médicos de Barcelona la doctora y monja benedictina, Teresa Forcades, por cuestionar la pandemia en TV3 y defender terapias alternativas. Libertad de expresión, dicen.

Hablando de los medios de comunicación, las televisiones han dejado de hacer periodismo para hacer adoctrinamiento, no fomentando debates ni invitando a voces críticas y fomentando el miedo insuperable de la población. Recuerden cuando abrían los telediarios de la mañana, tarde y noche, durante meses, con la cifra de muertos del día y acumuladas o con imágenes de cadáveres que ponían los pelos de punta.

Lo cuarto es que se tomaron medidas, a todas luces inconstitucionales como la prohibición del derecho a reunión de personas no convivientes, la entrada a locales sin aquél infame pasaporte o las multas por andar por la calle. Y la gente las dio por buenas. El Tribunal Constitucional así lo reconoció cuando ya fue tarde.

Lo quinto es que el virus causante de todo esto nunca fue aislado ni secuenciado como reconoció el Ministerio de Sanidad.

Lo sexto es que el método de detección, la PCR, no fue inventado para la detección del virus ni era el método adecuado, según reconoció el propio Ministerio de Sanidad.

Lo séptimo es que se obligaba a vacunarse con una técnica experimental, incluso a quien tuviera la inmunidad natural, o a mujeres embarazadas.

Lo octavo es que iba a bastar solo una inoculación para salvarnos de la muerte y desde ese momento hay más muertes inexplicadas que nunca. Lo dice el sistema de monitorización de mortalidad diaria por todas las causas (MoMo) que elabora el Instituto de Salud Carlos III. Y no fue quedó en un solo pinchazo. Las dosis de recuerdo fue el remedio para enriquecer a las farmacéuticas, pulverizando cualquier récord anterior en beneficios económicos.

Lo noveno es que, por primera vez, la gente sana se consideró enferma. Enfermos asintomáticos se les llamó.

Lo décimo es que en la cresta de la ola de casos de Covid, desapareció la gripe ¿Dónde se fue?

No voy a aburrirles con más. Ni con las variantes de nombre rimbombante que no duraron más de lo que dura una campaña de marketing de un producto maduro en el mercado. Ni con que la técnica empleada en estas supuestas vacunas que siempre fue desaconsejada por su propio inventor y nunca se le dio voz. Ni de la no idoneidad de los protocolos empleados en las residencias de gente mayor. Alguna voz importante ha salido cuestionándolos. Eso sí, a toro pasado. Ni con Comités de Expertos que no existieron. Aunque quien nos mintiera fuera nuestro Presidente.

La pregunta es si hacían falta aquellas alforjas para ese viaje.

Para esa nueva pandemia que anuncia Bill Gates hay que estar preparado. Si me permiten, les daré un único consejo como conclusión de lo aprendido estos tres años de emergencia sanitaria: Y es que no caigan en la trampa del miedo. No tomen decisiones bajo sus efectos. El verdadero virus es el miedo. El miedo que quieren inocularnos en beneficio propio los dueños de las grandes farmacéuticas a través de sus teles y sus revistas, que son prácticamente todas.

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