Ayer, sobre las cuatro de la tarde, pasé por delante de la iglesia de los Capuchinos, en una de las esquinas de la plaza de España. Una cola de personas se extendía desde la puerta principal hasta la plaza del Rosellón, algo que yo no había visto nunca. La razón de la cola, como todo el mundo sabe, es que los religiosos del convento reparten comidas gratuitas a ciertas horas del día. Hace unos años sólo acudían los marginados, personas con alguna problemática personal, casi siempre ligada al alcohol o las drogas, pero ahora una cola como la que ví ayer no se llena sólo con personas que han tenido situaciones especiales, sino con gente normal a la que le ha ido todo mal. Ustedes verán: este sí que es un indicador de sufrimiento, de fracaso y de horror en nuestra sociedad. Me dio mucha pena, sobre todo porque estoy a punto de marcharme unos días de vacaciones.
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