Crédito ilimitado: el oro negro del autoritarismo moderno

El control estatal de una materia prima suele tender a crear tendencias iliberales. Tal como vemos en Venezuela con el petróleo, en Bolivia con el litio, en la Ucrania anterior a los gasoductos del Mar del Norte, cuando los peajes generaban enormes ingresos, o en muchos otros casos. La posibilidad de realizar prácticas clientelares de gran calado es la principal explicación a este fenómeno.

La concentración de poder económico es mucho más fácil que se produzca por un gobierno que por empresas sujetas a las reglas del mercado. Así, el control gubernativo de una materia prima esencial, constituye una poderosísima herramienta para poder otorgar grandes beneficios, -y también grandes castigos-, dependiendo de la lealtad política. La distribución discrecional de contratos, licencias o concesiones provocan un debilitamiento de los principios de mercado. Entonces, ni el mérito ni la eficiencia son fundamentales para el éxito económico. Lo más relevante pasa a ser la proximidad al poder.

Está es la razón de que, sí por cualquier motivo, el recurso económico desaparece, el régimen iliberal puede caer de forma precipitada. Tal como sucedió en Ucrania cuando se abrieron los dos Nord Stream. Sin embargo, el proceso inverso de pasar de la democracia al autoritarismo suele ser más gradual. Puesto que el ir ganando confianza entre agentes descentralizados requiere tiempo.

Pues bien, sostengo que el crédito ilimitado (o cuasi-ilimitado) concedido a un gobierno tiene efectos muy parecidos. Lo cual puede explicar, al menos en parte, lo que está sucediendo en nuestro país. Efectivamente, tras la salida en falso de la crisis iniciada en 2007, el BCE no ha dejado de financiar a los ejecutivos de los países del sur mediante diferentes fórmulas. Más tarde, con la pandemia, las montañas de dinero llegadas desde Frankfurt se han incrementado, generando, además, una inflación convertida en un macro nuevo impuesto sin control parlamentario.

El efecto combinado de la inflación y la mayor actividad, en buena medida propiciada por la propia llegada de fondos, ha tenido poderosos efectos en los ingresos fiscales. Tan sólo desde 2019 la recaudación tributaria se ha incrementado cerca de un 50%, hasta situándose en unos 295 mil millones el último ejercicio. Los programas de compras de bonos del BCE han experimentado un efecto similar, así, a finales de 2024 las compras acumuladas de deuda pública española alcanzan aproximadamente los 275 mil millones de euros, a lo que hay que sumar los préstamos a largo plazo que la autoridad bancaria central concede a los bancos españoles. Parte de estos fondos tienen como destino indirecto al Estado.

Por si todo esto no fuese suficiente, también hay que mencionar los Fondos de Recuperación que, aunque ha día de hoy sea complicado conocer las cantidades exactas por las complejidades administrativas, suman nuevas cifras astronómicas.

En definitiva, nunca antes ningún gobierno había gozado de la abundancia de recursos del actual. Además, una buena parte de los mismos no es resultado de la propia actividad económica privada por sí misma. Está puede ser la principal causa que favorece la política clientelar. Una forma de actuación que con el actual PSOE, asociado con el separatismo extremo, ha alcanzado dimensiones desconocidas hasta ahora.

Es cierto que, desde siempre el diseño político de la democracia española otorga un poder desproporcionado a los nacionalismos periféricos, al ser piezas clave de la gobernabilidad de la nación. Estos han sabido aprovechar su potente fuerza, ya no para llevar a cabo políticas de tipo clientelar, sino para establecer redes estables de beneficiarios del sector público en sus territorios respectivos.

En definitiva, me inclino a pensar que la combinación de crédito ilimitado unida a la dependencia política del ejecutivo de los separatismos extremistas es la causa principal de las actitudes iliberales de Pedro Sánchez. De hecho, no está de más recordar como muchas de sus iniciativas son las mismas que intentó sacar adelante el presidente Zapatero, siendo el Pacte del Tinell la más emblemática de todas ellas. Sí no pudo fue, básicamente, porque Jean-Claude Trinchet no actuó como lo harían después Mario Draghi y Christine Lagarde.

El buen gobierno debe depender mucho más del diseño institucional que de la virtud de los que ocupan puestos de mando, dicho en otras palabras, el poder debe ser limitado por el poder. Lo cual nos debería llevar, inevitablemente, a debatir sobre las reformas estructurales a realizar. Tristemente no parece que estemos en ello, parece que continuamos prefiriendo el “y tú más”.

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