Escribo este papel (bueno, este “papel” es un decir, porque, hoy en día ya no se sabe exactamente sobre que soporte escribe uno, que uno ya tiene una edad y se le hace como muy raro desconocer dónde se trasladan las letras que golpea contra un teclado; sí, vale, las letras aparecen sobre una pantalla, pero mi duda socrática consiste en imaginar de qué modo los signos de escritura mudan a la pantalla y, “entodavía” más complicado, cómo luego, si uno quiere, vuelven a desplazarse hasta un papel. Un lío, ¡oigan!). Bien, estaba diciendo (antes del extensísimo paréntesis al que me ha llevado mi profunda disquisición sobre la magia electrónica o telemática o tecnológica o como quieran ustedes denominarla), estaba diciendo, pues (y ya vale de acotaciones...) que estoy escribiendo este texto que tienen ustedes delante de sus hermosas narices la víspera del día veintidós de diciembre de este puto dos mil veinte que, en general, no nos ha traído más que adversidades, infortunios y desdichas. Mañana pues, para mi, ayer para ustedes, se efectuará o se habrá efectuado el ya clásico sorteo de la Lotería de Navidad, espectáculo que -pase lo que pase y se restrinja lo que se restrinja- no hay dios que lo cancele o lo postergue. Eso es sagrado, no faltaría más.
No soy jugador, y no lo digo en el sentido deportivo de la palabra, que tampoco. No soy aficionado a los juegos de azar; es más: no me gusta el azar, así, en general. Todavía prefiero menos los sustos. Los sustos me asustan y, sinceramente, no tengo yo cuerpo para aguantar imbecilidades imprevistas; ya, uno, con las previstas, va tirando. Dicho de otro modo: no soy partidario de lo incierto. En este caso, me atrevo a manifestar, con la lucidez que me caracteriza, que me siento un profundo devoto de Santo Tomás de Aquino. Por cierto -y miren ustedes por dónde- hoy, ahora mismo, se produce, se está produciendo en nuestro santoral católico la celebración de la festividad de dicho santo: 21 de diciembre, patrón de los estudiantes. Bueno, a lo que íbamos: aprecio todo aquello que se puede “tocar”, teorías inclusive. Y a mi, para poner un ejemplo, la Lotería Nacional no me puede “tocar” de ninguna de las maneras; entre muchos otros motivos, porque no juego, es decir, no poseo ni la más minúscula participación de ninguna entidad social, matadero, centro de deportes, catequesis, verdulería u otras variedades del espectro social establecido. Y me quedo tan ancho, no crean.
Pienso, eso sí, que las autoridades que rigen nuestros destinos mediáticos, podrían tener un cierto respeto hacia aquellas personas, como un servidor que, en no jugando, o sea, en no participando en el sorteo, nos vemos obligados a presenciar (vía radiofónica, televisiva o periodística de papel) las imágenes tan típicas que se producen durante y, sobre todo, después, de tal evento, por muy mayoritario que éste sea. Los grupitos de gente en tiendas, oficinas y calles de pueblos y ciudades, celebrando el éxito pecuniario me causan, la verdad, escalofríos; y no se trata de envidia, lo prometo; ni tampoco de resquemor (en el fondo me satisface observar pedazos de felicidad provisional -ya que luego, una vez gastados los cuartos, se acabó el disfraz de rico), sino, más bien, de gestos repetitivos, tópicos lanzados al vuelo y, por descontado, el ínfimo nivel de calidad de las botellas espirituosas que imperan en el entorno de los “agraciados” (ese es el adjetivo, no otro). ¿No acaban de iniciar una nueva era de opulencia, los citados agraciados? Coñe, pues se compran botellas de champán (o como se le quiera llamar) de alta calidad, a poder ser, francés y se dan el lujo (el primero de muchos venideros) de verterlo por el suelo y por los delantales de los trabajadores afortunados, así, como de fiesta; de puro derroche de lo superfluo pero caro. Porque se puede ¡caramba!
Ya lo dije al principio: ustedes, cuando lean este panfleto, ya habrán pasado el aprieto de comerse estas imágenes.