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Educación, padres, maestros

jueves 30 de octubre de 2014, 12:21h

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A menudo los padres con hijos en edad escolar tenemos la sensación de repetirnos inútil e infinitamente para corregir comportamientos de nuestros vástagos. Haz la cama, arregla tu cuarto, apaga las luces, recoge tus juguetes, lávate las manos, ¡siéntate bien!, haz los deberes, da las gracias (el consabido "¿qué se dice?"), deja de discutir con tu hermano, no comas con la boca abierta... y una larga salmodia de órdenes, consejos y advertencias -por decirlo en términos políticamente correctos- que nos hace sentir a menudo como policías de barrio sin sueldo.

De repente, el día que menos te lo esperas -paradójicamente, en plena adolescencia de los susodichos-, te percatas de que, poco a poco, ellos solitos comienzan a aflorar las conductas y maneras de comportarse que tú ya dabas por totalmente imposibles. Es como verter agua en un enorme depósito con un grifo minúsculo, se tarda una barbaridad, pero al final se llena. Das por bueno tu papel de sargento amateur y, cuanto más tiempo pasa, mejor te reconoces en las formas de tus propios hijos, lo que te hinche de satisfacción. La letanía mereció la pena.

Ese es nuestro papel, no el de colegas o amigos de nuestros hijos, sino el de servirles igual que un tutor de madera que posibilita a un pimpollo crecer recto al abrigo de vientos y tempestades, echar raíces y convertirse en un hermoso árbol.

Los hijos asientan este rol de sus padres y a la larga lo agradecen, expresa o tácitamente, que eso nos acaba dando igual.

Con los maestros pasa algo parecido, pues recordamos siempre mejor a aquellos que nos enderezaron cuando hicimos algo mal, a los que nos dieron un consejo o dijeron una frase para el mármol de nuestra memoria y a los que con su mera conducta personal nos servían de ejemplo por su coherencia.

Los maestros y profesores son esenciales en cualquier sociedad. Con la familia, son el pegamento de unión que evita una permanente guerra de todos contra todos. Por esa razón, es muy importante que reconozcamos su labor y les demos apoyo en lugar de cuestionarlos, especialmente ante nuestros propios hijos. Los maestros labran, sin querer, el carácter de sus alumnos. Me hacen gracia aquellos que creen que puede haber una escuela neutra, donde los profesores no transmitan sus propios valores de toda clase. Decía el filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson que lo que haces habla tan alto que no deja escuchar lo que dices. Si lo que hace y dice el maestro concuerda, el alumno sin duda lo recordará, aunque no comparta su enfoque. En eso consiste la educación. No hay un elemento común entre los maestros que dejan huella en cada uno de nosotros, salvo ese, la coherencia. No quiero terminar esta reflexión sin rememorar a los maestros -hablo de toda mi vida académica- que me impregnaron siquiera de una mota de su sabiduría o bonhomía, conceptos que a medida que me hago mayor tiendo a confundir. Les ahorro la lista, pues ocuparía otro artículo completo, pero a ellos les digo que les llevo siempre en el corazón. Gracias.
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