Un estado de derecho clásico se sustenta sobre tres poderes del Estado, el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Los intentos del segundo por colonizar los otros dos son permanente objeto de debate político.
Muchos miembros de la judicatura se quejan amargamente de que se compromete su independencia con estas inmisiones del poder ejecutivo. Y, sin duda, llevan razón, toda ella.
Ahora bien, de poco nos sirve una judicatura independiente si algunos jueces fallan en lo más básico, que es el ser útiles a la sociedad a la que sirven.
Las generalizaciones son siempre injustas y, por ello, voy a acotar el objeto de esta crítica.
Resulta absolutamente inaceptable la escalada de violencia que vivimos en nuestra isla. La causa es de sobras conocida, aunque su reconocimiento suponga entrar de lleno en el terreno de lo políticamente incorrecto.
Grupos de jóvenes delincuentes, muy violentos, la mayor parte de los cuales han sido acogidos aquí como MENAs (menores no acompañados) y que son el genuino producto de las mafias que gestionan la inmigración ilegal desde el Norte de África -singularmente, y sobre todo, de Argelia-, unidos a otros grupos marginales y tribus urbanas importadas, están sembrando toda Mallorca de víctimas de sus delitos. El incremento vivido en los diez últimos años es descorazonador y nos asimila a las sociedades con mayor índice de criminalidad.
Calificar de delincuente menor a quien reincide decenas de veces solo porque el producto económico de sus fechorías sea poco relevante en términos macroeconómicos constituye un auténtico disparate.
Equiparar estos delincuentes a los chorizos 'tradicionales' a los que estábamos acostumbrados es aún peor, es un ejercicio de ceguera voluntaria y de cinismo.
Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, junto con la Policía Local, llevan a cabo reiteradas detenciones de estos sujetos y, si no fuera por su profesionalidad, el desánimo debiera ser generalizado entre sus miembros, porque los arrestan una y otra vez, y una y otra vez Fiscalía y jueces de instrucción vuelven a dejarlos en libertad, a sabiendas -con plena consciencia- de que van a volver a delinquir.
El tremendo aliciente que es para estos grupos criminales el saber que son tratados con esta benevolencia les incita, sin duda, a cometer más delitos.
Obviamente, una parte de la responsabilidad es del poder ejecutivo -por consentir la distribución de delincuentes y jóvenes sin oficio ni beneficio en nuestras calles para camuflar el fracaso de sus políticas de inmigración-, y también del legislativo -por cogérsela con papel de fumar a la hora de reprimir penalmente este tipo de delincuencia-, cierto es.
Pero siendo indudable esta corresponsabilidad, también lo es que algunos -demasiados- miembros de la judicatura consideran las guardias como "un día más en la oficina" y despachan las detenciones sin atender a ese nuevo fenómeno criminal que representan.
Cada vez que un juez de instrucción deja en libertad a uno de estos individuos, está fallando completamente al mandato que le fue encomendado por la sociedad y por el que le fue otorgado tan trascendental poder.