El silencio de los corderos

No les falta razón a quienes consideran que el presidente del Partido Popular balear debe encarnar la asunción de una derrota histórica, con el mismo protagonismo que asumió para llevar a cabo su programa de gobierno. Aunque no sea el responsable único de la debacle, ni se le puedan atribuir los deméritos de una caída, como tampoco los motivos de su meteórica subida, José Ramón Bauzá debe asumir el revés en primera persona y exteriorizar la abnegación del servidor público en el que debe primar siempre el interés colectivo.

Es probable que la catarsis necesaria para que la gaviota recupere el aliento político, tras una pájara electoral sin precedentes, no deba efectuarse con los ánimos alterados y un partido confrontado por los reproches mutuos. Con todo, no puede pilotar el timón que saque la nave de la tormenta el mismo capitán que no supo evitar su zozobra y deberán ser otras cabezas las que interpreten bien el rumbo adecuado para que el proyecto conservador recupere unido su autoestima. La comunión de valores, perdida en este mes en funciones, debería primar para afrontar con firmeza una nueva etapa, como se impuso por acción u omisión toda la legislatura y antes de que su bandera sea arrebatada por oportunistas. La precisa regeneración exige sosiego y sensatez, para rehabilitar la confianza de la ciudadanía, pero también diligencia para no postergar el papel de oposición democrática que le ha otorgado la voluntad popular y el acuerdo de gobernabilidad de la izquierda. Por eso era imprescindible que las facciones enfrentadas rebajaran la tensión, tanto por quien tenía que dar el primer paso como por los que guardaron un silencio cómplice durante años, incluso ante los órganos del partido, para evitar que el omnímodo pastor les expulsara del rebaño y sus prebendas.

El futuro senador autonómico popular ya ha bajado los brazos y se ha rendido a la presión de sus críticos y la falta de sintonía con el sanedrín de la calle Génova. En la tarde de ayer desactivó una cruel escenificación de la revuelta, anunciando a su Comité de dirección la voluntad de dejar paso libre, como él asumió en su fecha el relevo de una presidenta en fuga. La decisión de alejarse de la política local, que se cristalizará en la primera quincena de julio, podría ser otro error estratégico de quien siempre se vanaglorió de no depender de la política. A pesar de que no merece una salida desairada, a la que le querrían condenar algunas de sus enemistades más próximas, peca de incoherencia con sus principios o el mensaje exhibido aferrarse a un sillón de la cámara alta, que le lleva por un camino sin retorno posible, como quien se resiste a la infertilidad tras una vasectomía.

Antes de que los móviles dejen de sonar a la mayoría del medio millar de cargos que vuelven al anonimato y se desaten los nervios entre las filas desnortadas de la derecha, la Junta Directiva Nacional, con Rajoy al frente, debe imponer su presumible autoridad y disponer una comisión gestora que afronte el reto de un congreso donde se debatan las ideas y las personas que las defiendan. Nadie con pasado, o identificado con una de las sensibilidades que conviven en el amplio flanco diestro de la política, debería caer en la tentación de aprovechar el tránsito para arrimar el ascua a su sardina. Colegiar las decisiones en un órgano compartido, para que nadie arda solo en la hoguera de las vanidades, evitaría saldar cuentas entre vencedores y vencidos y reanimar a los que no metieron su voto en la urna.  Con el permiso de los que ya se frotan las manos con una vacante en puertas, mirar todos en la misma dirección será como un bálsamo de Fierabrás, que ni un boticario podría conseguir en soledad, para un partido más partido que nunca.

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