Un joven payés mallorquín acude a los medios rogando no tener que sacrificar su ganado vacuno, pidiendo que le compren la leche de sus hermosas frisonas, que aparecen en la fotografía, ajenas al drama.
Mientras tanto, los cientos de miles de familias baleares siguen su rutina ordinaria, acuden al súper o a la gran superficie y adquieren alimentos de buena o menos buena calidad al mejor precio posible. La oferta y la demanda es ciega y, a veces, hasta gilipollas. Porque el problema de comprarle la leche a una multinacional, que a su vez la adquiere bajo presión al productor que más se pliegue a sus designios económicos, sea de Asturias o de Katmandú, es que, por ahorrarnos unos centimillos de euro, que además estamos dispuestos a gastarnos sin rechistar en comprar lotería, tabaco o cualquier producto o servicio superfluo, estamos enviando al paro a nuestro vecino, estamos acabando con nuestro sector primario y, en definitiva, nos dirigimos a un suicidio colectivo como sociedad, dependientes todos de un monocultivo turístico que pivota sobre incertezas tales como que el volcán islandés siga calmadito, que nuestros vecinos del sur no consigan salir del hoyo o, mucho peor, que a algún descerebrado yihadista no se le ocurra provocar un atentado en nuestras islas.
Así que, si nuestras autoridades tienen a bien poner a trabajar sus neuronas, sería bueno que se gastasen ingentes cantidades de dinero en promocionar como se merecen las pocas cosas que todavía producimos aquí, defendiéndolas a muerte, porque la vida es lo que en realidad nos estamos jugando.
Solo temo el día en que, en lugar de un Laccao –la bebida del deportista-, tenga que agachar la cabeza y alargar mi brazo para tener que comprar algo tan repugnante como el famoso batido de cacao de nuestros vecinos continentales. Porque nuestra leche, por si no lo sabían, es la mejor del mundo. Dónde vas a comparar.