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La Palabra

Hubiera robado, directamente, el título de este artículo al señor Joan Maragall, excelso poeta catalán que escribió, en su momento, su sublime “Elogio de la palabra”; pero no me he atrevido. Maragall era tan poeta que tenía la capacidad de hablar durante horas en verso, así, como si nada. Mi robo no hubiera sido tan sutil como el del tren de Glasgow, que fue, realmente, un modelo de la astucia frente al desconcierto racional del orden establecido. Mi robo hubiera sido, ante todo, admirativo; casi diría que se trataría de un préstamo.

La palabra, ¡qué gran palabra! Atención a su científica definición: “la palabra es uno de los segmentos limitados por delimitadores en la cadena hablada o escrita que puede aparecer en otras posiciones y que está dotado de una función”. Y yo digo: ¡anda, ya”! ¡A la porrra”! La palabra es mucho, muchísimo más que esta definición absolutamente ininteligible, como una parte de la poesía de Espriu.

Para mí, la palabra contiene una magia fulminante, una especie de brujería que me hechiza, me somete y me vuelve loco de alegría, por así decirlo. La palabra es una palabra que me tiene completamente cautivado. Siento la palabra —el verbo en estado puro— como uno de los elementos que me hacen creer en el mundo, en el universo. Nadie la reivindica, pero la palabra ha sido —desde la antigüedad más remota— el núcleo de la civilización; mucho más que la agricultura o la industria. A mí, la palabra “palabra”, la verdad, me emociona. A mi, entre muchas otras cosas me puede poner la carne de gallina una sinfonía de Beethoven o un cuadro de Vermeer; un accidente de aviación o una pierna de cabrito a la brasa; ver a un niño llorando o una despedida en una estación de tren; la muerte injusta y prematura de un amigo o la ansiedad de una noche de Reyes Magos; reirme con ganas en una boda o reflexionar seriamente en un funeral; el nacimiento de un bebé o la historia de Hitler. Bien. Pero nada hay comparable a la emoción y al sentimiento de una palabra, unidad dentro de un todo que permite la comunicación y la comprensión de un concepto.

La palabra es un amor. A mí me da igual ocho que ochenta: me la repanpinfla que la palabra sea un substantivo, o una forma verbal, o un adverbio, o una preposición, o un adjetivo, oue un pronombre, o una conjunción, o un insulto o una apología. El erotismo sensual que contiene una palabra —insisto, sea la que sea— equivale a la mayor de las emociones. Yo escribo y hablo —mal pero escribo y hablo— y encontrar la palabra adecuada es para mí un hallazgo que me produce una satisfacción (¿un placer?) ineluctable.

El medio en el cual el hombre crea sus vínculos de relación con las realidades de su entorno es la palabra. Para Maragall, la palabra es “la maravilla mayor del mundo”. La palabra es mucho más que un medio transmisor de un contenido; es el medio en el que se lleva a cabo un acto de comunión, en el sentido más estricto del vocablo “comunión”. Hay palabras vacías, en efecto; sin contenido alguno. Pero aun así, la palabra está lejos, siempre, de un puñetazo o de cualquier agresión. ¿Puede que una palabra determinada active un mecanismo de embestida que provoque un acto de violencia? Puede ser. Pero como en todo, la palabra no deja de ser un mensajero, nunca un atacante y no hay nunca que matar al mensajero. Por contra, una palabra exacta en un momento determinado puede llegar a significar la salvación absoluta. Las palabras no pueden competir con la fuerza de los sentimientos, nunca, pero sin palabras a las sensaciones no les queda otra que demostraciones vagamente pasivas e indiferentes. Por otro lado, el exceso de “palabrería” puede asesinar la bondad: “por la boca muere el pez”.

La palabra se opone al silencio; cierto. Pero pienso que el silencio está henchido de palabras mudas. No están pero son. El silencio tiende a rechazar vocablos pero, por circunstancias concretas, no llegan al vómito; se quedan en la garganta aunque dimanen en voz baja; en voz tan baja que hace que los susurros escondan, calladamente, palabras a medio cocer. Bla,bla,bla...

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