Hace casi veinte años yo estaba al frente de una empresa de medios de comunicación en la que, como tal, recibía amables llamadas de la mayoría de políticos con cargos institucionales, a quienes procuraba atender en sus demandas. Cuando en un momento determinado fui desposeído de mi cargo y me enfrentaba a un futuro profesional complicado, solamente uno de ellos, una en este caso, tuvo la decencia de buscar mi teléfono particular para ofrecerme su apoyo moral, ya que otro no cabía. En aquellos instantes difíciles y en plenas fiestas navideñas en las cuales coincidentemente había fallecido un ex-familiar muy querido por mi, hice una lista en la que anoté los nombres de quienes se preocuparon por mi estado de ánimo. Ya la tiré, pero la retengo en mi memoria. Soy plenamente consciente de quiénes son mis amigos y quienes simplemente conocidos. Los otros, los enemigos, no me importan lo más mínimo.
No creo ser un caso excepcional. A todos nos debe pasar algo parecido y quizás más de una vez en la vida. Lo cuento a título de ejemplo y a partir del homenaje dedicado, como era de esperar, a Jorge Lorenzo ayer.
Es agradable recibir el reconocimiento de tus paisanos, los aplausos de tus seguidores en particular y aficionados al motor en general e incluso el de las autoridades pertinentes. Pero mi recomendación es que nuestro campeón, que por cierto nos ha salido más barato que otros, haga también una lista, la conserve en un lugar seguro y la olvide hasta el día en que ya no pueda ganar nada, ese porvenir aún lejano pero ineludible en el que la derrota primero y la retirada después, remitan sus hazañas al baúl de los recuerdos y los anales de la historia. Cuando eso suceda que repase cuántos quedan de aquellos que le agasajaron de verdad y dónde están los que se subieron al carro de un triunfo personal e intransferible, mérito, en todo caso, de unos pocos.