Escribo este sencillo papel mientras llueve. A través de mi ventana puedo observar y observo – tal y como hubiese dicho Adolfo Suárez- como una fina lluvia se desliza suavemente sobre la superficie de los árboles. Se trata de una lluvia inteligente y civilizada, parecida a la que irriga los campos nórdicos y les obliga a dibujar un verde sensato, un verde de calidad, alegre, espontaneo y con pocas emociones desbocadas. Ahora mismo, el famoso fenómeno natural proporciona al iris humano una sensación de tranquilidad, de bienestar, de riqueza espiritual y sana libertad. Ver llover tranquilamente transmite una paz sosegada y, simultáneamente, incita al estomago a un ligero frenesí que tiende a satisfacer los placeres más íntimos de la persona, como bien pudieran ser los gastronómicos. No me refiero al hambre (semejante a una tormenta, por la bestialidad infernal de la Madre Naturaleza), sino al aterciopelado apetito que refina la sensibilidad y agudiza el alma, tal y como provoca la lluvia simple, la que, en estos mágicos instantes, capta mi curioso cerebro.
En términos de cultura autóctona, pocos artistas han elogiado de manera harto exquisita las emociones que se experimentan mirando la lluvia caer: Tomeu Penya, el brillante músico de Vilafranca, rozó el éxtasis en su conocido tema “Plou” (“i defora bufa es vent…”). Desde el punto de vista estético, la canción de Penya se desliza por el terreno del arte más puro, más serio, más convincente, más próximo a la realidad. ¡Qué tipazo, el barbudo!
En el orden estrictamente literario, algunas páginas del “Quadern Gris” del entonces imberbe Josep Pla, son excepcionales por su magnífica e insuperable visión de la lluvia regando huertas y campiñas.
¿Y qué decir de la inolvidable escena, protagonizada por Gene Kelly, Debbie Reynolds y Donald O’Oconnor, en el film “Cantando bajo la lluvia”, producido en el ya lejano 1952?
Y, finalmente – si ustedes me lo permiten- les brindo una bonita frase perpetrada por un curioso ser humano del que quizás desconozcan su existencia: Enrique Ernesto Febbraro, nacido en Lomas de Zamora (cerca de Buenos Aires), profesor de psicología – claro, argentino él- filosofía e historia, además de ejercer como músico y odontólogo, o sea dentista y creador de un insólito evento internacional, respaldado por la O.N.U, el “Día Internacional de la Amistad”, que se celebra los 30 de julio. Dijo Febbraro: “Cuando llueve comparto mi paraguas; si no tengo paraguas, comparto la lluvia”.
Ahí queda eso…