La primera vez que vi la película Locos de abril fue a finales de los años setenta, en casa, en el espacio Sábado Cine, cuando los largometrajes aún eran uno de los grandes platos fuertes de nuestra televisión y cuando cada fin de semana era para mí una especie de pequeña fiesta cinematográfica.
Rodada en 1969 y protagonizada por Jack Lemmon, Catherine Deneuve y Peter Lawford, Locos de abril estaba dirigida por Stuart Rosenberg, un muy notable realizador que dos años antes había sido el responsable de la mítica La leyenda del indomable y que posteriormente rodaría filmes tan interesantes como San Francisco ciudad desnuda, Con el agua al cuello, Brubaker o Sed de poder.
Formaban también parte del excelente reparto de Locos de abril actores como Charles Boyer, Mirna Loy, Jack Weston, Sally Kellerman y Melinda Dillon, cuya presencia hacía aún más atractivo todo el filme.
La banda sonora era de Marvin Hamlisch, mientras que el tema principal estaba compuesto por Burt Bacharach e interpretado por Dionne Warwick. La presencia de estos tres grandes e irrepetibles nombres de la música popular norteamericana fue otro elemento que con el tiempo contribuiría a hacer de esta película una comedia romántica mágica e inolvidable.
A finales de los años sesenta, en plena y maravillosa efervescencia hippie, aún parecía posible poder abandonarlo todo de repente, ya fuese un empleo, una ciudad o toda una vida, y reiniciar una nueva biografía completamente distinta en otro lugar, sobre todo si uno llevaba una existencia algo insatisfactoria o sin demasiados alicientes.
Y eso es lo que deseaba hacer en esta película el personaje que interpretaba Jack Lemmon, un broker de Wall Street dispuesto a abandonarlo todo e irse a vivir a París con la persona de la que se había enamorado poco antes y ya amaba, en un papel interpretado por Catherine Deneuve. El único pequeño problema previo era que en aquel momento tanto él como ella estaban casados.
Recuerdo especialmente aún hoy todo el tramo final de la película, con los amigos de Jack Lemmon acompañándolo al aeropuerto a toda prisa, para que él pudiera llegar a coger el avión en el que ya se encontraba Catherine Deneuve, quien junto a su asiento había colocado un sapo de peluche, con la secreta esperanza de que en el último instante se transformase en un príncipe de carne y hueso.
En la última secuencia, el citado avión de la TWA con destino a París se elevaba majestuosamente al amanecer y empezaban a aparecer entonces los títulos de crédito finales. Hoy no sé si aún sería posible rodar en Hollywood una película con un desenlace así, tan abierto, y no sólo ni principalmente porque la compañía TWA desapareció hace ya algunos años.
Pero a veces también pienso que por mucho que parezcan haber cambiado los tiempos desde los años sesenta, casi todos hemos tenido en alguna ocasión la tentación de abandonarlo todo y de empezar una nueva vida, sobre todo en París. Seguramente, casi todos hemos soñado con poder ser también, al menos una vez en la vida, unos locos enamorados, unos locos de abril.