El ambiente político esquizoide que vivimos propicia situaciones abiertamente contradictorias con aquello que se proclama como dogma de fe en una sociedad democrática avanzada y que llena la boca de políticos de todo signo.
En los últimos meses, sin ir más lejos, se han aprobado en Balears leyes que protegen aún más la igualdad de mujeres y hombres –se supone que ante la ley- y que persiguen con extrema dureza comportamientos contrarios a la llamada ‘diversidad sexual’, es decir, a aquellos que ataquen a colectivos de gais, lesbianas, transexuales y demás. Todo muy progre, fetén y políticamente correcto.
Sin embargo, no hace falta bucear entre el empresariado explotador más desalmado, ni en ámbitos familiares ‘patriarcales’ o de acendradas costumbres medievales para encontrar algún ejemplo escandaloso de machismo elevado a la enésima potencia. Basta con acudir al centro penitenciario de Palma de Mallorca, es decir, a un establecimiento de la administración del Estado.
Naturalmente, determinados colectivos feministas están mucho más predispuestos a montar numeritos durante los actos de culto celebrados en un templo católico, en pro de su ‘derecho’ al aborto –como si la Iglesia tuviera algún poder de decisión al respecto-, que a abrir mínimamente la boca en defensa de los más elementales derechos de las reclusas, es decir, de las mujeres internas del centro penitenciario.
Porque, más allá de que no tengo ningún elemento objetivo para acusar de ‘torturas’ o trato vejatorio a ningún funcionario en particular –y, por tanto, debo presumir, salvo prueba en contrario, que dispensan el más exquisito a las mujeres privadas de libertad-, lo cierto es que hay otra clase de ‘torturas’ más sutiles pero igualmente lacerantes, las que nacen del distinto trato que reciben las mujeres con relación a los reclusos del sexo masculino.
Para empezar, nuestra prisión carece de una adecuada estratificación de los colectivos de reclusas, como sí ocurre en cambio entre los varones, que gozan incluso de un llamado ‘módulo de respeto’, que preserva en cierta medida la autoestima de los privados de libertad.
Hablando en plata, el módulo de mujeres del centro penitenciario se pensó para albergar a media docena de claveleras y unas cuantas mujeres involucradas en delitos de tráfico de estupefacientes. Y poco más.
Pero claro, teniendo en cuenta que España ha multiplicado por siete su población reclusa desde el fin de la dictadura franquista –que ya tiene bemoles- y que, además, por más milongas que nos cuenten, nuestro sistema jurídico penal se funda, en contra de la previsión constitucional, en el castigo mucho más que en la reinserción social –lo que explica que tengamos un 32% más de presos que la media europea-, pues es lógico que las previsiones de principios de los 90, cuando esa población era de la mitad de la actual, se hayan ido al garete.
En el caso de las mujeres, en 30 años hemos pasado de 480 presas a más de 5.000. Por supuesto, también somos líderes europeos en ello. Triste liderazgo.
¿En qué se traduce en la práctica esta situación? Pues en la falta de espacios adecuados para las mujeres, en la mezcla de todas ellas en un mismo módulo –lo que contribuye un poco más a acabar de despojarlas de la dignidad personal que les restase-, en la inexistencia de una oferta variada de actividades y trabajos para mantenerse ocupadas y sentirse útiles, como sí, en cambio, disponen los varones. En definitiva, si ser preso en España es una gran desgracia, y las posibilidades reales de que el paso por la cárcel contribuyan a la efectiva reinserción son ilusorias, ser mujer reclusa es un castigo doblemente duro y, en consecuencia, como toda discriminación por razón de sexo, intolerable.
¿Y qué se ha hecho hasta la fecha para paliar esta aberrante situación? Nada, absolutamente nada. No es posible hallar ni unas malditas declaraciones de ningún responsable penitenciario clamando en favor de las reclusas de las islas. Aquí se viene a medrar y a dar el salto a centros más importantes -y es de suponer que con complementos económicos más interesantes-, y para eso mejor no contrariar al jefe.
¿Y los sindicatos? Callan, mientras se ocupan solo de negar la existencia de ninguna clase de tratos vejatorios, como si lo aquí descrito no fuera suficiente.
En suma, solo espero contribuir con un minúsculo granito de arena a sacudir las conciencias de quienes se erigen en defensores de la igualdad real. A ver ahora qué hacen.
